OPINIÓN

Putin, Navalni, Puigdemont… Sánchez

por Luis Ventoso Luis Ventoso
Navalni

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Casualidades. Auténticos casos de mal fario. Anna Politkovskaya era una periodista que se había distinguido por sus informaciones críticas contra Putin y su malla de oligarcas adeptos. Una noche de 2006 venía del supermercado y al llegar a la entrada de su piso de Moscú fue asesinada con cuatro balazos por una brigada de matones. Tenía 48 años. Ese mismo año, Alexander Litvinenko, de 43 años, un espía soviético que había recibido asilo político en Londres, resultó envenenado con polonio 210, altamente radiactivo, y murió tras una agonía atroz.

Más causalidades. En 2013, Boris Berezovksy, un oligarca que se había enemistado con Putin y vivía aterrado en Inglaterra, apareció colgado de manera misteriosa en el baño de su masión de Ascot a los 67 años.

En 2015, el mal fario alcanzó a Boris Nemtsov. En su día había sido viceprimer ministro con Yelsin y se había convertido en un relevante opositor a Putin. Recibió cuatro tiros cuando caminaba cerca del Kremlin con su pareja, una modelo. Tenía 55 años y venía criticando las maniobras del líder ruso en Ucrania.

En 2016, el agente nervioso Novichok, un clásico del espionaje soviético, alcanzó a Sergei Skripal en Salisbury, Inglaterra. Era un exespía ruso que se había pasado al bando británico. Salvó su vida de milagro.

El pasado agosto, el avión de Prigozhin, el llamado «chef de Putin» y fundador del Grupo Wagner, sufrió un contratiempo cerca de Moscú y se estrelló. Adiós, camarada. Dos meses antes había protagonizado una rocambolesca y sonada rebelión contra el Kremlin.

En agosto de 2020, el abogado Alexei Navalni, el más destacado y audaz opositor a Putin, se siente muy indispuesto en un vuelo de regreso a Moscú desde Siberia. Logra marcharse a Alemania para recibir tratamiento y allí las pruebas médicas revelan que ha sido envenenado con Novichok. Pero Navalni no se resigna a un olvido en el exilio. Quiere presentar batalla en un país y en un gesto temerario, casi suicida, retorna a Rusia en enero de 2021. Es arrestado nada más llegar. En varios juicios farsa le van cayendo penas cada vez mayores: dos años y medio de entrada, luego nueve más, y finalmente, 19 años de propina. Para felicitarle las pasada navidades, Putin lo envió al puro Gulag: la prisión Lobo Polar, situada 1.900 kilómetros al noreste de Moscú, con temperaturas de menos 30 grados en invierno y un régimen severísimo, una tortura.

Navalni ha muerto en el penal Lobo Polar IK 3. Una desgracia, según explica el comunicado de las autoridades rusas. Salió «a pasear» el viernes, se sintió indispuesto y a pesar de la «rápida actuación de los servicios sanitarios» nada se pudo hacer para reanimarlo. Tenía 47 años, mujer y dos hijos, y lucía demacrado tras las privaciones de sueño y alimentos en el Gulag y el frío a la intemperie. El Gobierno de Moscú se escandaliza de que en Occidente estén culpando a Putin sin prueba alguna.

Todas estas casualidades reflejan lo evidente: un dictador, educado durante la guerra fría como agente del KGB, que no tiene escrúpulo alguno en ordenar eliminar a sus adversarios políticos y/o económicos. Es notable que hasta que empezó la invasión de Ucrania, en Europa existían intelectuales y periodistas que saludaban a Putin como un hombre fuerte ejemplo de rearme moral frente al «pudridero occidental» y su fallida y obsoleta democracia liberal (elogios, por supuesto, sin previo pago ruso, que imaginamos que brotaban espontaneametne por pura admiración hacia tan ejemplar gobernante). Entre los fans de Putin figuraba también el Gobierno separatista catalán del golpe de 2017. Hoy se ha documentado que enviados de Puigdemont se reunieron con emisarios de Putin y que el espionaje ruso colaboró en aquel desafío, en su línea de apoyar todo movimiento de desestabilización de las democracias occidentales. El Parlamento Europeo acaba de aprobar por abrumadora mayoría que se investiguen a fondo esas interferencias.

Putin se libra de Navalni, muerto en el Gulag al estilo staliniano. Y Puigdemont y su círculo coquetearon con Putin en su golpe de 2017. Pero el asunto no acaba ahí: un presidente europeo que se pasa el día poniéndose estupendo contra lo que llama «la guerra de Putin», que ha viajado a Kiev a posar con teatrales y compungidas caritas de solidaridad… resulta que debe su sillón a Puigdemont, aquel que buscó el apoyo putiniano para romper España. Tenemos como presidente del Gobierno a una marioneta de un fugitivo de la justicia española, que a su vez fue aliado de un dictador atroz que extermina a sus adversarios mediante tiros, envenenamientos y torturas carcelarias. Este es el verdadero resumen.

Me temo que esta vez Sánchez no ha medido bien donde se ha metido. El circo de tres pistas que insólitamente logra mantener abierto desde 2018 le podría arder al final por el flanco más inesperado, el talón de Aquiles ruso.

Artículo publicado en el diario El Debate de España