La política internacional de Sánchez es como la doméstica: una sucesión de bochornos, errores, misterios, escándalos y sospechas que se atienen, en exclusiva, a los intereses del personaje, no siempre confesables.
El episodio iniciático de su tortuoso paso por el mundo fue la composición de su gobierno de coalición con Podemos, el primero de Europa con comunistas, asesores de caciques caribeños y empleados del régimen iraní, todo ello adornado con la elección de Zapatero como embajador oficioso del sanchismo en los peores barrios del populismo de Hispanoamérica.
El segundo tuvo lugar con el Sáhara, epítome de la frivolidad de Sánchez y pasto de las peores especulaciones, aún no resueltas: en solo un año pasó de recibir clandestinamente al líder del Frente Polisario a ponerse mirando a La Meca para cederle la antigua provincia española a Marruecos, señalado hasta por Europa como responsable del espionaje al teléfono del presidente unos meses antes de ese inexplicado volantazo, resumido en una carta de sumisión supuestamente firmada por él cuya autoría podría ser, en realidad, del mismísimo Mohamed VI.
En esa misma línea delirante, interrumpida por una patética presidencia rotatoria del Consejo Europeo y una cumbre de la OTAN agitada por parte de sus ministros, Sánchez ha dejado huella en apenas un mes de su inestabilidad caótica, con cuatro pasajes que tiran por la borda su imagen, solo buena ya para las cheerleaders de la Selección Nacional de Opinión Sincronizada.
Primero insultó gravemente al líder de la mayoría popular europea, el alemán Manfred Weber, mentándole en sede oficial al III Reich nazi para justificar su imaginario liderazgo mundial contra la ultraderecha. A la vez, cosechó las felicitaciones de Hamás con sus insultos a Israel en plena operación de devolución de una parte de los secuestrados. Más tarde se salió del consenso internacional para replicar la inquietante escalada terrorista en el mar Rojo.
Después se ha resistido a dejar de financiar a la agencia de la ONU en Gaza, plagada de terroristas y aislada ya por 16 potencias mundiales. Y por último se ha mostrado partidario de levantar las sanciones a Venezuela, en pleno apogeo del totalitarismo de Maduro, capaz de impedir que su máxima rival, Corina Machado, participe en unas elecciones probablemente amañadas de antemano.
A todo esto le suma un último capítulo vergonzoso que no le pasará desapercibido a Europa, por mucho que la indigente intelectual de Von der Leyen no haya hecho otra cosa en su triste mandato que dar alas a su amigo y español: convertirse en aliado intervenido del único dirigente europeo conocido, Carles Puigdemont, que se apoyó en Putin para desestabilizar a un socio de la Unión y con ello a todo el continente.
Sánchez le debe el cargo a un terrorista, un golpista y un prófugo, amén de a una estalinista con lifting que propone planes quinquenales para arruinar el futuro de España. Pero además de todo eso, se lo debe a un señor que se reunía con los emisarios de la mayor amenaza a toda Europa para dejarle utilizar el conflicto español en su desafío al viejo, aletargado y a menudo estúpido continente.
Si hace falta un muro, es para contener a Sánchez. Suelto tiene más peligro, en España y fuera, que un mono con una escopeta.
Artículo publicado en el diario El Debate de España