Quienes todavía no se hayan cansado de seguir en los medios la larga guerra de Ucrania pueden convenir en que la declaración conjunta de la cumbre de la OTAN en Washington, que reconoce –solo faltaba– el derecho de Kiev a elegir su propio futuro, es más de lo mismo. Expresado en términos cada vez más firmes –irreversible es solo una palabra, pero es más enérgica que posible o probable– y confirmado por la entrega de armamento más capaz y con mayor libertad de empleo, el compromiso de la mayor parte de los aliados de la OTAN con Ucrania se mantiene inalterable.
A la vista de esa continuidad que ya dura dos años y medio, es difícil explicar por qué muchos analistas, incluidos algunos tan solventes como los del Instituto de Estudios de la Guerra norteamericano, prefieren dar crédito a un Putin que no cesa de «cambiar de opinión». Después de haber asegurado que no invadiría Ucrania, de vestir su agresión como una operación especial, de asegurarnos durante meses que todo iba conforme a lo planeado, de prometer la ruina económica de Occidente, de amenazar con la tercera guerra mundial y de pronosticar una y otra vez la caída de Zelenski, ahora dice que cree que podrá ganar la guerra mediante la estrategia que alguna vez he llamado «forcejeo de peones».
Los españoles tenemos la suficiente madurez para saber que cuando un líder político hace declaraciones –reconozcamos que no está solo en esto el criminal ruso– no es imprescindible creerle. Lo único que podemos deducir de las palabras de Putin es que al dictador le conviene convencernos de que lo que hace es suficiente para derrotar a Zelenski. ¿Por qué? Tiene dos buena razones para fingir complacencia.
La primera de ellas es disimular su impotencia. En realidad, sus fuerzas han fracasado en la ofensiva de primavera, seguramente concebida para cercar Járkov. La de verano se va diluyendo con tan poco lustre como el contraataque ucraniano del año pasado. El criminal bombardeo de las ciudades, además de hacer poco daño al esfuerzo bélico de Kiev, suele terminar favoreciendo a los intereses de su enemigo. Es inevitable que, a propósito o no, algunos misiles terminen impactando en lugares que escandalicen al mundo, como es el caso del hospital pediátrico de Kiev. Sin alternativas a su disposición, Putin no puede hacer otra cosa que retirarse –un suicidio político– o seguir empujando.
La segunda razón es más táctica. Putin, quizá mal informado por sus lacayos, todavía confía en que el mundo se cansará de la guerra antes de que lo haga su pueblo. No hay ninguna evidencia de que eso vaya a ocurrir. Al contrario, permita el lector que atraiga su atención sobre un incidente revelador. Modi, el primer ministro de la India, de visita estos días en Moscú, ha reclamado públicamente que se dé libertad para volver a casa a los ciudadanos indios que combaten en el Ejército de Putin. Quizá sea cierto que fueron llevados a la guerra con engaños pero, incluso si se hubieran alistado de buena fe, lo cierto es que ahora quieren regresar a su país. Son solo unas decenas, es verdad, pero suficientes para indicar la temperatura del enfermo.
Putin, que seguramente conoce al menos parte de los problemas de sus tropas, trata de ocultarlos. Y hace bien. «Donde seas débil, fíngete fuerte», dice Sun Tzu. Lo malo es que esta es la única página de El arte de la guerra que el dictador del Kremlin parece haber leído. Se le ha pasado aquello de que «no hay un solo país al que haya beneficiado una guerra prolongada». Y su jefe de Estado Mayor, el general Gerasimov, tampoco parece haber reparado en el párrafo que dice que «la táctica peor es la de atacar ciudades». Es una ironía del destino que sobre el en su día prestigioso militar ruso –recuerdo haber leído algún artículo suyo cuando todavía estaba en activo– se haya dictado una orden de arresto como criminal de guerra precisamente por el bombardeo de las ciudades ucranianas.
Algo más que promesas
Las palabras se las lleva el viento. Pero a las promesas de los líderes de la OTAN hay que unir dos compromisos de cierta relevancia. El primero es el acuerdo de varios países –Estados Unidos, Alemania, Italia, Países Bajos y Rumania, con el apoyo del Reino Unido, España, Canadá y Noruega– que colaborarán para entregar a Ucrania sistemas de defensa aérea adicionales, incluidos cinco Patriot de largo alcance.
Los nuevos misiles no van a blindar los cielos de Ucrania, una nación que, como la propia Rusia, es demasiado extensa para que sea posible defender todos sus objetivos. Pero sí serán imprescindibles para proteger las bases aéreas desde las que despegarán los aviones F-16 que, como estaba previsto, empezarán a llegar a Ucrania este verano. Y también contribuirán a alejar del frente a los aviones rusos que, lanzando bombas planeadoras de largo alcance desde decenas de kilómetros detrás de sus líneas, contribuyeron decisivamente a la caída de Avdiivka, último éxito de las tropas rusas hace ya casi cinco meses.
¿Y qué pasa con los F-16? Además de contribuir a la defensa de los cielos de Ucrania, los polivalentes cazas estadounidenses podrán devolver al Ejército ruso esa pequeña pero eficaz muestra del poder aéreo que suponen las bombas planeadoras. Pero no es preciso insistir en que la llegada de los aviones occidentales en absoluto va a suponer un cambio de escenario. Los F-16 no ganarán la guerra. Si acaso, resolverán una carencia que podría considerarse anómala en una guerra de alta intensidad en la que, hasta este momento, solo uno de los bandos dispone de fuerzas aéreas.
En realidad, lo que cabe esperar de los veteranos cazas occidentales es que vuelva a repetirse un esquema que está vigente desde los primeros días de la guerra: cada vez que Rusia encuentra una carta aparentemente ganadora –en este caso, las bombas planeadoras– Occidente entrega a Kiev lo que necesita para neutralizarla. Pero no más. La mayoría de los aliados prefieren una guerra cronificada –aun sabiendo que solo terminará cuando caiga el régimen de Putin– al riesgo de empujar a Rusia todavía más hacia el lado oscuro de la humanidad, donde retozan felices los inefables Kim Jong-un, Alí Jamenei, Daniel Ortega y Nicolás Maduro.
Las elecciones estadounidenses
Es difícil predecir el resultado de las próximas elecciones presidenciales de Estados Unidos cuando ni siquiera podemos estar seguros de que el presidente Joe Biden, con serios problemas de salud, vuelva a ser el candidato demócrata. Quizá sea el miedo a Trump, siempre imprevisible, el que ha propiciado el segundo de los acuerdos que los líderes de la OTAN han firmado en relación con el apoyo a Ucrania: la creación de un centro aliado para coordinar la entrega de material y el adiestramiento del Ejército de Zelenski. Con esta prudente medida se trata de evitar el excesivo protagonismo que ahora tienenlos EE.UU. y permitir que el esquema siga siendo válido incluso si cambiara la actitud de Washington sobre el conflicto.
¿Y qué cabe esperar de la hipotética presidencia de Donald Trump? La OTAN viviría años incómodos, pero sin duda resistirá los próximos cuatro años. Hace pocos meses, el Congreso estadounidense, de mayoría republicana, aprobó una iniciativa legislativa bipartidista del Senado para prohibir a «cualquier presidente» utilizar fondos públicos para la salida de la OTAN. Es seguro que Trump podría encontrar mecanismos para saltarse tal prohibición pero, ¿por qué enfrentarse a sus propias filas? En 2019, tres años después de la elección de Trump, 77% de los estadounidenses todavía consideraba que pertenecer a la OTAN era bueno para Estados Unidos.
Lo que sí es cierto es que, si resulta elegido, Trump tendrá que dar marcha atrás en muchas de sus declaraciones sobre Ucrania. Pero es probable que lo haga en cuanto el dictador ruso le lleve la contraria por primera vez. La hemeroteca está llena de giros parecidos del lenguaraz expresidente, no mucho más creíble que el propio Putin.
El futuro, en cualquier caso, no está escrito. Abandonemos, pues, el terreno de la especulación. Lo que hoy cabe deducir del acuerdo de todos los líderes de la Alianza, incluido el primer ministro Orbán –que sabe que, al contrario de lo que ocurría en el Pacto de Varsovia, podría abandonar la organización sin más requisito que un año de preaviso– es que las cuentas con las que Putin justifica la prolongación de la guerra son las de la lechera. Lástima que, en vez de leche, sea la sangre lo que seguirá corriendo en Ucrania para satisfacer el ansia de gloria del dictador.
Artículo publicado en el diario El Debate de España