Las semanas en las que el mundo entero estaba dedicado a aliviar los embates del coronavirus fueron las elegidas por el Partido Comunista chino para orquestar un bien urdido plan para poner punto final, después de 23 años, a lo que venía quedando de la autonomía de Hong Kong.
En el mes de mayo, en el momento cúspide de la pandemia en Europa, una nueva vuelta de tuerca desde Pekín se puso en marcha con la Ley de Seguridad Nacional. Esta dio un paso adicional al criminalizar el secesionismo y lo que llamaron en la capital la “interferencia internacional” para calificarlos, en adelante, de “formas de subversión frente al poder del Estado”. Esta típica e inequívoca forma de combatir la disidencia que desde hace ya un año se viene manifestando en las calles por parte de la ciudadanía está encaminada a acabar con la independencia judicial y la libertad política que fueron las dos más importantes causas del florecimiento de Hong Kong.
China insiste en que el principio de “un país, dos sistemas” aún está en pie y que lo que persiguen en Pekín, con las recientes medidas, apenas es mejorar la gobernabilidad de este enclave. La nueva ley instaura el castigo con cadena perpetua, al igual que en el resto del territorio chino, a toda acción de rebelión o subversión que cuente con el padrinazgo de fuerzas extranjeras. La razón es simple: para el Partido Comunista la excolonia británica se cataloga como una parte indivisible de su territorio y un factor inalienable de su estabilidad
Las armas de la tiranía llegaron ya a Hong Kong y el descontento colectivo sigue creciendo sin detenerse. Para los locales, la puerta se ha abierto para que cualquier otra ley o regulación que China juzgue útil a sus propósitos sea impuesta en el futuro. Pero frente a ello la pasividad no es una opción. A los jerarcas chinos les tocará, pues, inventarse una estrategia para contener las protestas de los disidentes, a las cuales estará atenta toda la comunidad internacional, y a asfixiar cualquier iniciativa que pueda surgir para defender el status autonómico. Para China, sin embargo, esto es ya cosa juzgada.
En el lado externo de las cosas, no es necesario recalcar que los nuevos pasos dados desde Pekín en el sentido de erosionar de manera frontal las libertades políticas en Hong Kong van en directa contravía de las posiciones prodemocráticas consustanciales a la política de la Casa Blanca. Donald Trump no esperó mucho para asumir posición frente al secuestro de las libertades de la nueva Ley de Seguridad Nacional y criticarla muy severamente por considerarla un instrumento de represión. Ahora, adicionalmente, interviene en el juego de poderes la decisión unánime de la Cámara de Representantes en Estados Unidos de imponer sanciones a todos aquellos que hagan negocios con funcionarios chinos implicados en la supresión de las libertades a Hong Kong.
Inglaterra no se ha quedado atrás y ha ofrecido a los habitantes de la excolonia permisos de ciudadanía y de residencia, bajo ciertas condiciones, al tiempo que ha manifestado oficialmente que la ley viola el protocolo firmado entre Londres y Pekín en 1948 para devolver la colonia a China.
Así pues, si el Partido Comunista chino tuvo siempre la honda convicción de que las iniciativas libertarias, las debilidades prodemocráticas del conglomerado de Hong Kong y su “falta de patriotismo” están muy incentivadas desde el exterior y particularmente por Inglaterra y Estados Unidos, ahora le sobran razones para atrincherarse en esa posición ante el mundo.
Quedan aún por manifestarse las consecuencias económicas que este paso tiene para lo que ha sido uno de los más modernos, activos y vanguardista enclave de negocios del mundo entero. En este terreno, China tampoco tiene nada que ganar.