En el fragmento 12 de sus reflexiones sobre la pandemia, Lo que estábamos esperando (Anagrama 2021), Alessandro Baricco nos recuerda que Jung predijo el ascenso de Hitler oyendo a sus pacientes, como si la historia fuera una “pulsión del inconsciente”, una hechura colectiva de aquello que los humanos no saben que piensan. Pero una pulsión de este tipo no surge por generación espontánea, sino que se construye desde una“deformidad moral” agazapada, luego transformada en mito. Entiende, Baricco, que el mito es la versión legible de esa deformidad, de aquello que produce miedo por su desproporción (lo monstruoso) o su incertidumbre (el amor). No es raro, entonces, que el mito preceda a la historia.

En este punto se aclara adónde nos lleva el autor de Seda: la pandemia sucedió porque su esencia es mitológica, le da forma a un horror contemporáneo. ¿Cuántas veces la imaginamos? Basta mirar la película Contagio (2011) de Steven Soderbergh para entender que la esperábamos impacientes. Y como este filme, tantos otros. Se suman, además, antiguas experiencias como la peste (1347-1353) y la gripe española (1918), que fortalecen al mito ahora convertido en historia (COVID-19).Aceptar al mito en nuestro sistema de realidad nos da la oportunidad de salvarnos. A fin de cuentas, aunque Baricco no lo diga, el mito es el camino al Edén. El botón de reset de la historia.

Y hablando de reiniciar al hombre, el miedo a la devastación nuclear es la deformidad moral de moda. Aplica, con facilidad a esta teoría general del mito. Esta “pulsión colectiva” es reelaborada con cierta obsesión y reforzada por el pasado reciente: Hiroshima y Nagasaki (1945) que constituyen “deformidades morales” indiscutibles, solo que ahora vamos a la inversa, la historia convertida en mito, especie de bucle mitológico a ver si así la entendemos.

El cine y la literatura son fábricas de mitos. Pienso en trabajos como 1984 (Michael Anderson, 1956), El síndrome de China (1979), Mad Max (George Miller, 1979) y, por supuesto, en la extraordinaria miniserie Chernobyl, creada por Craig Mazin, que ya no prefigura sino que recrea el desastre tantas veces imaginado.

Este mito nuclear también es una epifanía bíblica. Cuenta Yuri Andrujovich que un laureado poeta de Ucrania recitó en su día el capítulo ocho, versos diez y once del Apocalipsis: “El tercer ángel tocó la trompeta, y cayó del cielo una gran estrella, ardiendo como una antorcha, y cayó sobre la tercera parte de los ríos, y sobre las fuentes de las aguas. Y el nombre de la estrella es Ajenjo. Y la tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo; y muchos hombres murieron a causa de esas aguas, porque se hicieron amargas”. Ajenjo es Chernobyl en ucraniano. Cualquiera pensaría que es el país del fin del mundo. Sin embargo, Yuri Andrujovich dice que, en vez del cataclismo planetario, aquel 26 de abril de 1986 fue el empujón definitivo hacia la independencia en 1991, aunque tuviera “el amargo sabor del Apocalipsis”.

Puede que Ucrania no sea el escenario del fin de la vida sobre la faz de la tierra, pero sí, probablemente, abra el telón al drama distópico que hemos venido ensayando con cierta despreocupación. Quizás Putin sea el Minotauro escapado del laberinto de Dédalo, ya incapaz de retenerlo y alimentarlo.

Como sea, la devastación nuclear es una “criatura mítica” construida colectivamente, de modo que, en lo sucesivo, “diversos saberes e ignorancias” se esfuerzan, a diario, en hacerla realidad.


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