Génova es una ciudad que además de disputarse con otras urbes europeas la cuna de Cristóbal Colón, exhibe con orgullo su condición de puerto. Desde el momento mismo que se nos muestra a la vista cuando descendemos de Serravalle por la carretera, su ancho mar queda eclipsado por un conjunto urbano de desordenada arquitectura que, sin embargo, encuentra en el Porto Antico buen ejemplo de lo que un pueblo de larga tradición marítima debe y puede hacer con su pasado. Desde que se pisa el lugar se respira a mar, pero también a puerto de variopinto movimiento que conjugando lo moderno con lo viejo, permite al genovés jactarse de ser un hombre de mar, y a Génova un puerto desde siempre. La ciudad rinde culto a la vida marina en uno de los acuarios más espectaculares del viejo continente, y recuerda la aventura de los navegantes de antaño en un galeón, réplica de los muchos que surcaron los mares. No es de sorprender que los vestigios arqueológicos del puerto hayan sido rescatados y conservados, tampoco que las viejas grúas incorporadas a la visual arquitectónica, recuerden los avances mecánicos que permitieron al hombre dominar fardos y bultos de mayor tamaño. La ciudad tributa a su herencia histórica un monumental museo del mar, el Galata, en el que arrancando desde la aventura colombina y recorriendo las hazañas de sus marinos y su armada, termina por recordarnos el esperanzador y a la vez tortuoso periplo que los inmigrantes italianos protagonizaron, embarcándose precisamente desde los muelles genoveses en búsqueda de un mejor vivir.
Y hablamos de este puerto frente al mar de Liguria, pero igual podríamos hacerlo de Rotterdam, Hamburgo, Liverpool, la Cartagena colombiana, Guayaquil y tantos otros, cuyo devenir se encuentra indisolublemente ligado a su mar y a su puerto, en donde es imposible no sentirse navegante, pirata, almirante y armador al recorrer sus muelles, otear desde sus colinas, pisar sus islas. Visitar aquellos lugares, imaginarse a uno en el medio de los mil episodios que nos cuentan, observar el entorno y, muy especialmente, sentir el orgullo con que los lugareños hablan de su puerto, nos obliga a la comparación odiosa pero a la vez necesaria con el puerto de Cabello.
Pudimos ser inmensa llanura en donde el horizonte fuera rematado por montañas y nubes de mil formas, en el que la siembra y el ganado siguieran el eterno ciclo de las estaciones; pudimos ser tierra que coronara las alturas de montañas andinas, esas de frío y neblina intensa, en donde el tiempo es de lento discurrir; pudimos ser un valle de verdor intenso atrapado en zona interiorana, de esos en el que la vista se ahoga al caer la tarde y, en cambio, fuimos caliente tierra costera, de mar tranquilo y custodiada de islas diminutas que dan la bienvenida al viajero. La misma rada que no hizo vacilar a don Pedro de Olavarriaga al recomendarle a la Compañía Guipuzcoana abrir allí su factoría, el mismo mar que se hizo leyenda cuando José Luis de Cisneros escribió en los últimos años del siglo XVIII, que tan tranquilo era que hasta un barco podía amarrarse con un pelo.
Con seis siglos a cuestas son muchos los momentos que este puerto tiene que contar, y de los cuales sentirse tristes y eufóricos quienes lo habitan: los vecinos de la Borburata antigua sucumbieron ante las repetidas y dolorosas visitas de piratas y corsarios, entonces los nombres de John Hawkins, Jean Bontemps y Jacques de Sores revivían los temores y graves daños que al pueblo causara el temido Lope de Aguirre el año 1561. Siglo y medio más tarde, apenas levantadas por los guipuzcoanos las primeras obras para la defensa del puerto, el castillo recibe su bautizo de fuego desde la flota que comandada por el almirante Charles Knowles, trataba de poner pie británico en tierra porteña para humillación de los españoles, 1743 es el año de aquella acción en el que los aguerridos defensores de la plaza no se amilanaron ante una experimentada armada que venía precedida de legendarias hazañas. El sangriento rescate del “Hermione” en la rada del puerto, el 24 de octubre de 1799, se cuenta entre los hechos más gloriosos de la armada británica y el bloqueo en 1902 a Puerto Cabello y otros puertos de nuestra costa, por las armadas de Alemania, Inglaterra e Italia, entre los episodios más tristes de nuestros anales.
La quietud de su rada y lo perfecto de su dársena pronto servirían a multitud de embarcaciones que se movían al igual que hoy, al ritmo de una incesante actividad comercial y que estrenó por vez primera, muelles de concreto armado y diques y astilleros de avanzada a finales del siglo diecinueve. Y nuevamente el puerto y sus habitantes tienen muchas cosas que contar: Con brazos abiertos recibe en sus muelles a inmigrantes de diversas latitudes, quienes hicieron de esta su tierra forjándose un porvenir con tesonero trabajo; la ciudad da una muestra de mano amiga cuando en 1939 acoge a los famélicos pasajeros del Caribia, quienes por judíos habían escapado de la Alemania nazi y, poco después, la ciudad cobija a las tripulaciones de los barcos mercantes Sesostris, Jole Fassio y Bacicin Padre, incendiados por aquellos en este puerto al calor de los vaivenes de la gran guerra. ¡No en balde se nos conoce como la ciudad cordial de Venezuela!
Puerto Cabello es, pues, tierra bañada por los mares del tiempo, pero a la vez tierra en la que urge rescatar esa vocación marinera. Las contradicciones de su condición de puerto abundan cuando se advierte la ausencia de un museo marítimo, y por qué no uno de los inmigrantes a quienes tanto le debemos, que no por falta de historia son inexistentes, la de un acuárium a pesar del ambicioso proyecto que una vez y con gran esmero promoviera nuestro amigo Raúl Clemente, la de una gran avenida del mar, visualizada y proyectada décadas atrás por nuestro tío José Antonio Pizzolante Balbi, la de centros educativos en donde los jóvenes se capaciten en las diferentes disciplinas del mar y los puertos, todos retos para futuras ejecutorias. Hace algún tiempo un amigo venido de la capital se quejaba por no conseguir en las cercanías de la zona colonial un solo cuadro cuyo motivo fuera una marina, sin duda algo imperdonable, más bien curioso, en una ciudad que se precia de ser puerto de aguas tranquilas. Aun así, el movimiento marítimo-portuario, mermado como está, constituye el nervio motor de la actividad económica local. En fin, hay necesidad de erradicar esa perversa idea de que el puerto, nuestro puerto, significa contrabando y corrupción. Hay que devolverles a nuestros jóvenes la esperanza de que la ciudad, nuestro puerto eterno, es una fuente para el trabajo honesto y que todavía puede ser para la ciudad y su gente, no para aquellos venidos de otras partes a depredarlo con asombroso caradurismo.
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@PepeSabatino