La indignación y, sobre todo, aquel hartazgo recientemente convertido en contundente reclamo frente a los despropósitos del «liderazgo» opositor venezolano —de todo él— están más que justificados, máxime por los crudos aspectos de la tragedia que cada día se agrava como directo resultado de la permanencia en el poder del régimen delincuencial, cruento e inmisericorde que ex profeso la provocó —y en esto debe hacerse siempre énfasis para que, ni por un segundo, se pierda de vista el principal mal a vencer dentro de un coherente y conveniente marco de prioridades—.
Tales aspectos no constituyen hipérboles dentro de una suerte de entramado retórico pensado para promover la sustitución de una élite «gobernante» por otra, sino la palpable realidad de millones que en los menos malos de los casos supone la imposibilidad de un adecuado desarrollo de las actividades cotidianas por la precariedad de los servicios públicos, la inseguridad, el escaso haber personal y una miríada de otras distorsiones, y en los peores la inminencia de la muerte por hambre o enfermedades que no han podido ser tratadas de forma oportuna y efectiva a consecuencia del colapso del sistema de salud; hechos de los que bien dan cuenta mares de datos sobre la crisis nacional —evidencias entre muchas otras— arrojados por sólidas investigaciones.
Por ejemplo, según la más reciente de las ediciones publicadas de la ENCOVI, esto es, la de 2019-2020, 79 % de los hogares del país se encontraban durante el período analizado en situación de pobreza extrema desde el punto de vista del ingreso y 65 % en situación de pobreza desde una perspectiva multidimensional en la que también se consideran otras circunstancias, incluyendo algunas que guardan relación con los mencionados servicios; ello en una población que entonces, de acuerdo con estimaciones de las Nacioes Unidas, ascendía a un poco más de 28 millones de personas.
Se trata de un contexto de rampante ruina en el que además la sucesión de agresiones no deja margen para un respiro. Verbigracia, en el tiempo que me tomó escribir las precedentes líneas interrumpieron varias veces el suministro de electricidad en la zona, lo que, como en muchas otras ocasiones anteriores también lo hice y como asimismo lo han hecho tantos de los habitantes de a pie de las distintas regiones de Venezuela en innumerables oportunidades, me llevó a suplicarle al universo que mis equipos electrónicos salieran indemnes de ese enésimo bache del sinuoso camino «revolucionario» que se extiende cuesta abajo dentro de un infinito abismo, aunque no fue esto lo más angustiante, al igual que en las similares situaciones que a diario nos agobian, sino volver a recordar que cosas tan graves como las continuas fallas en el servicio eléctrico resultan aquí una «nimiedad» si se comparan, por poner solo un ejemplo, con el rosario de adversidades que tienen que afrontar los niños que en el J. M. de los Ríos esperan por un trasplante que posiblemente no tendrá lugar porque los opresores de la nación, de la manera más vil, decidieron echar por tierra el Sistema de Procura de Órganos y Tejidos para alimentar su narrativa en contra de las sanciones internacionales que solo han alcanzado sus bolsillos —otro de los miles de hechos que gritan cuál es su talante—.
En semejante contexto, incluso a los más «fuertes» nos ganan la partida de cuando en cuando la ira, la desesperación, la desesperanza y todas las formas de frustración —lo que en modo alguno implica derrota, pues los más siempre nos levantamos y continuamos con mayor resolución la lucha, gracias a lo cual, y he ahí otro hecho significativo, todavía existe aquí un país—. Más aún, a un venezolano —a uno no «enchufado», irremediablemente sinvergüenza, decididamente indolente o estructuralmente impedido para ello— tendría que correrle agua en vez de sangre por las venas para no compartir con todos los demás tales sentimientos, así que es más que comprensible e inevitable que estos se exacerben ante el errático proceder, rayano en la estupidez, de quienes, dentro de la oposición, dicen representarnos y ser además la esperanza de la nación.
Sin embargo, que nadie se autoengañe. Llegados a este punto de indignación y hartazgo cabe preguntarse por qué todavía personajes como Guaidó, Capriles o Chávez —considerado este último en su faceta de prestidigitador populista—, y no otros como Úslar Pietri, siguen dominando la política… corrijo, la politiquería venezolana —y no menciono a los actuales usurpadores del poder ni a sus camuflados adláteres precisamente por su condición y por sus actuaciones en cuanto operadores y encubridores, respectivamente, de una maquinaria de opresión y muerte que hay que desmantelar hasta que de tan aberrante e inicua fuente de destrucción no quede ni un solo engranaje unido a otro—.
Claro que el caso de Guaidó es muy particular, por cuanto él irrumpió en el panorama nacional e internacional, siendo relativamente desconocido, al dar el paso que sus predecesores en el legítimo parlamento no quisieron siquiera contemplar, a saber, la asunción del papel de presidente encargado que, entre otras cosas, le abrió al mundo democrático la puerta al definitivo desconocimiento del régimen chavista. Fue así que se lanzó a la arena de las fieras, sin ser a la sazón parte de alguna quiniela o el centro de las fantasías de irreflexivas hinchadas.
Guaidó solo hizo con coraje y con buen sentido de la oportunidad lo que en ese momento se tenía que hacer, pero, por desgracia, ahí se quedaron sus posibilidades, ya que no supo luego entender, como no lo han comprendido sus compañeros de partido y otros miembros de su entorno, que no es un conjunto de cuatro testículos u ovarios lo que se requiere para contribuir a impulsar los profundos cambios que urgen en Venezuela —repito, contribuir, porque nadie puede cambiar solo el rumbo del país—.
En efecto, no es un mesías «cuatriboleao» lo que aquí se necesita, sino líderes con cerebros que valgan por cuatro; justo lo que hoy no hay en el «liderazgo» opositor, aunque más que un problema coyuntural es este un mal crónico del que no se ha sabido ni querido curar la sociedad venezolana, que únicamente eleva a las alturas del poder —cuando no se lo deja arrebatar de las manos por enemigos de la democracia como sus actuales opresores— a quienes le dicen lo que quiere escuchar y no lo que en verdad se debe hacer con inmensos sacrificios para conducir a Venezuela al desarrollo que no conoció ni en sus —en muchos sentidos— buenos años de democracia del siglo XX.
Los nombres de miles y miles de venezolanos de este presente con las competencias y valores —incluyendo, sí, el coraje— para liderar ese trabajo mancomunado en pro del desarrollo nacional —y esto es una verdad como un templo—, no se contarán entre los de quienes han alcanzado o alcanzarán las principales posiciones de toma de decisiones dentro de la estructura del Estado —uno democrático, claro— mientras el marco idiosincrásico sea el mismo de las dos últimas centurias, y es casi seguro que su transformación —partiendo del supuesto de una no tan lejana recuperación de la democracia, que en este instante luce improbable en virtud de la dirección hacia la que ahora está soplando el viento de los dislates, acompañada del inicio de una ambiciosa labor educativa orientada a dicho cambio— acabe constituyendo un proceso intergeneracional de varias décadas, si no de un par de siglos. Eso, reitero, si se comienza de inmediato a trabajar en ello —aunque podría estar yo equivocado y termine materializándose aquel en cuestión de pocos años… y con cada fibra deseo que así sea—.
Algún analista y aconsejador de oficio con complejo de Pavlov o de titiritero podría sugerir que el problema es la misma falta de inteligencia, o más bien, de «viveza» que le impidió a Arturo Úslar Pietri alcanzar esas posiciones a través de un justificado engaño por el «bien mayor», pero dentro de tal visión se obvia que del fango del populismo no se puede deshacer el gobernante que de él echa mano para obtener el favor del electorado —esto, recuérdese, en un contexto democrático, que no es el de la Venezuela de la dictadura socialista del siglo XXI que no liberará a sus rehenes por los resultados de «elecciones» que, en primer lugar, se asegurará de no perder— sin ser devorado luego por los que no ven sus decisiones gubernamentales caminar junto a las expectativas generadas en tal farsa, y quienes lo dudan, solo tienen que voltear para mirar en nuestra historia reciente lo que provocó la total desvinculación de lo mucho que dijo Carlos Andrés Pérez en su campaña como aspirante a un segundo mandato presidencial —el engaño por el «bien mayor»— de las medidas que intentó implementar después como presidente y que, de hecho, habrían resultado beneficiosas para el país a medio y largo plazo de conseguirlo con el apoyo de una sociedad bien informada y dispuesta a ser persuadida con la verdad y a hacer los sacrificios necesarios por su propio futuro y el de sus hijos.
En cualquier caso, el asunto no se reduce a un problema del «pueblo» —y resalto el vocablo porque en la nación se suele hablar de «yo» o «nosotros», y el «pueblo», que de tal modo parece ser un cascarón vacío—, puesto que en las instancias institucionales de ámbitos como el académico, el empresarial, el artístico, el periodístico, entre tantos otros, no solo han sido desacertadas las elecciones de los proyectos políticos a respaldar —y la más palmaria evidencia de esto es el chavismo, que se hizo con el poder con la ayuda de no pocos actores influyentes de tales ámbitos—, sino que además se ha perpetuado una nociva cultura de canibalismo de la que en gran medida es producto la imposibilidad de articulación más allá de las estructuras de partidos creadas para el logro de objetivos partidistas y no para la consecución de fines compartidos por toda la ciudadanía.
Por celos académicos se aplasta a menudo a quienes podrían llegar muy lejos allende las fronteras de la academia para bien de la sociedad venezolana, del mismo modo que por una malentendida competitividad se busca derribar al empresario con aspiraciones más elevadas que los legítimos intereses de la industria en general. Y lo mismo ocurre en cada esfera de la vida nacional.
Todo lo anterior ha tenido y tiene lugar a la luz del día. No obstante, ¿cuántos están dispuestos a reconocerlo con un auténtico espíritu autocrítico y, más importante aún, a ayudar a convertir tan nociva dinámica en un proyecto inclusivo y liderado por mentes tan grandes como el país en él dibujado?
Motivos para la indignación y el hartazgo por el caótico proceder del actual «liderazgo» opositor sobran y celebro que respetadas y lúcidas figuras públicas con influencia en la nación llamen la atención sobre ese hecho, más porque acciones así sirven de marco para recordar que las castas «políticas» de tal índole han medrado y predominado en Venezuela porque la misma sociedad venezolana ha impedido en diversas oportunidades el ascenso de conciudadanos con competencias para el buen gobierno —y para la efectiva coordinación de la lucha por la anhelada democracia fuera de la que este no es posible—, ora por falta de apoyo, ora por el despedazamiento de uno tras otro en el altar de los recelos, envidias, intrigas, conflictos y odios nacionales.
@MiguelCardozoM