Hace unos días terminé de leer la obra Derecho del Territorio (Valencia, Edit. Tirant lo Blanch, 2022, 214 pp.) del catedrático español Marcos Vaquer Caballería. Más allá de la concreción de una nueva expresión jurídica, así como, de las atinadas reflexiones sobre nuestra disciplina (Derecho urbanístico) en estos días; el libro rescata algunas ideas vinculadas a una sospecha que ha venido tomando cuerpo entre especialistas. Hacemos referencia sobre la incapacidad de la tradicional planificación urbana -y su estructuralismo jurídico- para responder las tensiones urbanas propias de la sociedad del riesgo global. En efecto, el profesor en su obra comienza citando un clásico de consulta obligatoria. Inicia con la sentencia de Paúl Valéry sobre el fin de la expansión territorial libre, sobre el advenimiento del mundo finito. De esta manera, increpa el autor de las carencias poblacionales -y sobre todo entre el estamento profesional- “de una cultura del territorio a la altura de la presión que sobre él ejercemos y los retos que nos plantea” (p.17).
Como lo expresé hace algunos meses por esta columna, la ciudad post-covid, por colocarle un mote, conlleva al replanteamiento del fundamento de nuestra planificación urbana. Esto va más allá de cualquier aplicación práctica de técnicas o modelos, pues, sea una ciudad inteligente (smart city) o no, sin las debidas verificaciones sobre la viabilidad de las soluciones, poco o nada servirá a sus ciudadanos. De esta manera, el esfuerzo que conlleva a la concreción de planes urbanísticos, a veces descomunales por las exigencias de ley, queda como un monumento histórico al trabajo sin descanso y el ciclópedio uso de recursos -financieros y humanos- para no obtener nada. Potestas diabólica como apunta Vacquer. Atribución a la que hay que sumar, como indica el texto analizado, “la tardanza de años en aprobarse definitivamente -los planes- y para cuando lo hacen, han quedado desactualizados su diagnóstico y soluciones de ordenación, por lo que es harto frecuente ver tramitar modificaciones de un plan general simultáneamente a su revisión o inmediatamente después de su aprobación y entrada en vigor” (p. 83).
En Venezuela, haciendo el trasvase de las observaciones formuladas en el libro sobre el ensimismamiento técnico y la esclerosis urbanística detallada, encontramos la vigencia de la Ley Orgánica de Ordenación Urbanística (LOOU 1987), que si bien fue producto de las más modernas tendencias de su época, hoy, requiere de una renovación más que de una puntual reforma. La LOOU, en su artículo 34, otorgó un protagonismo -justificado- al denominado Plan de Desarrollo Urbano Local, mejor conocido con sus siglas PDUL. Este plan, confeccionado desde el municipio pero con tutela nacional, siguiendo las directrices de los POU (Planes de Ordenación Urbanística), deben regular pormenorizadamente más de 25 ejes propios de una ciudad, a saber: definición del modelo de desarrollo urbano; modelo económico-urbanístico; medidas sobre el medio ambiente; clasificación del suelo; régimen urbanístico de la propiedad; delimitación de los espacios para ocio; localización de servicios públicos o colectivos; trazado de la red vial y su jerarquización; sistema de transporte y movilidad urbana; trazado de la red de dotación de agua potable, alcantarillado y cloacas; indicación precisa del equipamiento urbano (general, intermedio y local); delimitación de las áreas de seguridad y extrema peligrosidad; identificación de las áreas de desarrollo urbano desconotrolado (antiguo argot de las actuales zonas marginales); áreas para la modalidad de urbanismo progresivo; regulación detallada de los usos del suelo y delimitación de zonas; programación por etapas de la ejecución del propio plan (programa de actuaciones urbanas); identificación de terrenos propiedad privada que serán usados por alguna afectación en la ejecución del plan; y, otros aspectos técnicos o administrativos previstos en otras leyes o instrumentos normativos nacionales, estadales y municipales.
Prácticamente el PDUL es una carta de navegación para las ciudades. Lamentablemente, de los 335 municipios en Venezuela, apenas 16 cuentan con este instrumento creado en 1987. Los motivos por el cual la acidia en su creación ha sido resaltado en la literatura especializada nacional. Sin embargo, por experiencia propia, la preparación de un PDUL no es tarea fácil. He estado directamente vinculado a los equipos técnicos de 5 de esos 16 planes, siendo el último realizado en Venezuela, el Plan de Desarrollo Urbano Local (PDUL) de Cabudare, Municipio Palavecino del estado Lara (2014). La dificultad en concretar unos diagnósticos de la ciudad que sean fiables son la principal piedra de tranca, ya que, las soluciones serán más o menos efectivas y eficientes en la medida que el diagnóstico sea lo más acertado posible del hecho urbano y la interacción ciudadana con el entorno territorial. De lo contrario, ocurre lo que denuncia Lefebvre, que en un milagro de ser aprobado, sea más una suerte de “catecismo para tecnócratas que el pensamiento verdadero de la ciudad” (Lefebvre, Henri. “Quando la città si dissolve nella metamorfosi planetaria”, Scienza & Politica, vol. XXIV, n° 56, 1989, p. 237).
En los municipios venezolanos donde existe privilegiadamente un PDUL, ciertamente, los desmanes del desgobierno urbanístico (privatización del espacio público, preterición de la planificación, indisciplina urbanística y corrupción) poseen menos marcas sobre el tejido vivo urbano. Sin embargo, la felicidad que traía consigo las promesas de una mejor urbe, poco a poco ve diluirse en un sinfín de filfas y otros relatos a los que se le suma la poliédrica versión -da para toda alelada justificación de alcaldes- de la incapacidad municipal en sostener la inversión mínima necesaria para llevar adelante el plan. Esto nos lleva a preguntarnos si el PDUL, tal como lo define el artículo 34 de la LOOU, sigue siendo sostenible en el tiempo o se requiere de un nuevo modelo donde si bien no desaparece, por lo menos, se sincera su papel hacia instrumentos más acordes con la impredecible sociedad urbana del riesgo global.
Soluciones han sido ensayadas en los últimos años. Así lo ha sugerido Hábitat III (Quito 2016) con la descentralización documental normativa. En este modelo, el PDUL asumiría funciones rectoras y de coordinación normativa de planificación, siendo complementada por otros documentos reglamentarios, algunos, creados inclusive de forma concertada con el ciudadano (soft-law). Ejemplo lo tenemos en la Nueva Carta de Leipzig (2020) sobre las ciudades europeas sostenibles. En este marco, el PDUL contemplaría aquellas reglas inderogables y de obligatorio cumplimiento, así como, lo más importante: definir el modelo de desarrollo urbano propio de la ciudad. Conjuntamente se crearían ordenanzas o reglamentaciones para cada una de los ejes urbanos, incorporando de forma obligatoria, la recurrente elaboración de diagnósticos a partir del grado de ejecución del plan. De esta forma, lo más dificil, que es saber a ciencia cierta cómo está mi ciudad, se transforma en buenas prácticas de pedagogía urbana donde para nada es “catecismo de tecnócratas” sino el lenguaje común de los ciudadanos con la ciudad a la que han escogido para construir sus propios planes individuales de vida.
La sociedad del riesgo global, más allá de un término acuñado por Urlick Beck, es esencial y exclusivamente urbana. Por ello, el PDUL, más que un escudo de seguridad ante estas patologías, debe ser una llave maestra para resolver acertijos y laberintos que esos riesgos globales nos asechan. Como bien concluye Vacquer su libro: “Gobernar el territorio es también renunciar a dominarlo. Las tecnologías nos abstraen del territorio, pero no nos adueñan de él. Recurrentemente, los desastres naturales y las catástrofes nos recuerdan que los riesgos siguen presentes y su potencial destructivo aumenta” (p. 203). Tras el 11 de septiembre de 2001 y el covid-19, ese mundo urbano de protección, institucionalizado, racionalizado y predecible, se ha transformado en una suerte de metáfora ciclónica donde si no somos conscientes o cuidadosos, en cuestión de segundos nuestro derecho a la ciudad puede convertirse en la invitación a la peor de nuestras pesadillas: vivir un mundo sin sueños ni esperanzas, sin plataforma sobre la cual planear nuestras metas y cuidarnos para cada etapa existencial.