En los últimos días, la prensa occidental se ha venido ocupando de forma muy extensa de los documentos clasificados que, por lo que sabemos a día de hoy, fueron filtrados a través de las redes sociales por un joven soldado de la Guardia Aérea Nacional especialista en redes.
La primera cuestión que cabe plantearse es, desde luego, si se trata de una filtración real o de una operación de desinformación diseñada por Estados Unidos u otros actores. Es oportuno recordar, por poner un ejemplo histórico con cierta participación española, los esfuerzos realizados en la Segunda Guerra Mundial para convencer a Hitler de que el desembarco en Francia tendría lugar en el Paso de Calais. Sin embargo, el contenido de los documentos que han publicado hasta ahora los medios no sugiere treta alguna. No parece haber nada en juego que pueda compensar a Estados Unidos por el desprestigio que supone la propia filtración.
Asumiendo pues que los documentos filtrados son auténticos –personalmente, no tengo ninguna duda– hay que reconocer que lo que nos revelan resulta embarazoso, pero no excesivamente interesante. Todo el mundo sabe que los países nos espiamos unos a otros, y las protestas públicas que escuchamos cuando aparecen pruebas fehacientes de lo que hacemos son tan necesarias –hay que respetar las apariencias– como poco convincentes.
Si nos centramos en los documentos que tratan sobre la guerra en Ucrania, ninguno parece aportar información que no haya sido anteriormente deducida por una pléyade de analistas. Lo más grave para Ucrania podría ser la constatación de la escasez de misiles antiaéreos de medio alcance. Pero Rusia, que es quien le ha suministrado la mayoría de esos misiles, seguro que ya llevaba las cuentas. Es este además un problema que, a fecha de hoy, reviste una gravedad relativa, porque parece que a Putin tampoco le quedan misiles o voluntad para seguir bombardeando las ciudades ucranianas.
Puede ser embarazoso para Estados Unidos el reconocimiento de la presencia en Ucrania de personal de Operaciones Especiales, suyo o de algunos aliados. Pero es del dominio público que entre las misiones de esas unidades está el enlace con las fuerzas armadas de los países a los que se apoya. Un papel que, desde luego, nunca es reconocido por unos ni por otros –y seguramente seguirá sin serlo– pero que, en cualquier caso, aunque fuera solo por las repercusiones que podría tener la captura de un soldado norteamericano en activo por el ejército ruso, excluye las operaciones de combate.
A nadie pueden sorprender, por último, las dificultades del ejército de Putin que se revelan en los documentos filtrados. Basta curiosear lo que escriben los militares rusos en Telegram para familiarizarse con todas ellas. Si el lector no desea molestarse, encontrará suficientes síntomas de esos apuros en los continuos relevos en el mando de la operación –nadie cambia un caballo ganador en plena carrera– o en el despliegue, avanzado el siglo XXI, de carros de combate construidos hace seis décadas.
Para saber que el propio Putin apuesta ya por una guerra larga tampoco hace falta recurrir a los análisis escritos en Estados Unidos, ya sean oficiales u oficiosos. Es mejor leer la prensa rusa, que nos habla de nuevas vueltas de tuerca a las ya duras leyes de censura de prensa y opinión, de cambios legales al sistema de movilización para evitar la fuga de los reclutas, de medidas para corregir los errores de la industria de defensa y de gestiones para conseguir adquirir material bélico en terceros países.
Aunque siempre es posible que mañana aparezca un documento más comprometedor, por el momento parece que el daño real que el soldado Jack Teixeira ha hecho a su país no está en lo filtrado, sino en el desprestigio de la institución militar en la que servía. No siendo este el primer caso de este tipo en los últimos tiempos, no es impensable que los aliados de Estados Unidos empiecen a albergar dudas sobre qué información conviene intercambiar con la gran potencia norteamericana.
Para evitar este tipo de filtraciones, en Estados Unidos existe un sistema de protección de la información reservada basado en una doble llave. En primer lugar, todo el personal que necesite acceder a secretos oficiales debe estar acreditado para ello mediante una investigación previa. Por desgracia esta salvaguarda, que funciona muy bien en las agencias de inteligencia y, en menor grado, en las de seguridad, es muy difícil de aplicar con éxito a las fuerzas armadas.
Hay en Estados Unidos casi 3 millones de personas acreditadas para el manejo de información confidencial, y un millón largo de ellas tienen acceso a documentos de alto secreto. El número, claramente excesivo, se ve artificialmente inflado porque casi todos los militares necesitan, como mínimo, manejar algún tipo de manual confidencial sobre los sistemas que deben utilizar.
¿Cómo investigar concienzudamente a tantas personas? Quizá no sea difícil averiguar si uno tiene amigos o parientes que vivan en el extranjero o trabajen para otros países. Un poco más complejo es saber si nuestras costumbres nos hacen vulnerables al chantaje o si tenemos dificultades económicas que otros pueden explotar en su beneficio. Pero la cosa se complica mucho más cuando a las motivaciones clásicas para divulgar datos comprometedores –en esencia, la ideología, el chantaje o el dinero– que suelen dejar huellas visibles para los investigadores, se añaden hoy dos elementos adicionales, más difíciles de detectar.
El primero de ellos es la polarización política, a la que tanto contribuyen las redes sociales. Una congresista norteamericana, recientemente reelegida, ha aplaudido la filtración del soldado Teixeira con el peregrino argumento de que el verdadero enemigo de Estados Unidos es Joe Biden.
Otros aseguran que no puede haber delito en revelar al público algo que es verdad… siempre que no sea su propio expediente médico o su declaración de hacienda. Tampoco ayuda a concienciar a la opinión pública que tanto el expresidente Donald Trump como el propio Biden, este último cuando era vicepresidente, se hayan llevado a sus domicilios documentación reservada que no tenían derecho a conservar.
El segundo móvil, muy propio de estos tiempos, es el mero deseo de mostrar a los amigos lo mucho que uno sabe. Hay quien haría cualquier cosa para lograr likes en las redes sociales. De esa vanidad patológica, que es la que parece haber motivado al soldado Teixeira, es muy difícil encontrar huellas hasta que el mal está hecho.
Con tantas personas acreditadas, es seguro que algunas de ellas supondrán un riesgo para la seguridad. Para disuadirles está la ley, pero todos saben que la soldado Manning, que reveló información mucho más comprometedora que la de ahora, cumplió apenas siete años de cárcel. Menos de lo que estará en prisión cualquier periodista que, en Rusia, publique noticias «deliberadamente falsas» sobre su ejército, incluyendo el hecho de que ha invadido Ucrania.
En estas condiciones, la verdadera clave del éxito del sistema está en la segunda de las llaves que protegen la información reservada, la llamada «necesidad de conocer». Nadie, por acreditado que esté, debe tener acceso a información que no necesita para hacer su trabajo.
También aquí, la cultura de confianza propia de las fuerzas armadas pone en desventaja al Pentágono frente a otras agencias norteamericanas. Pero no es fácil cambiar esa cultura, que nace de los valores compartidos y crece con fuerza en el entorno militar porque buena parte de la información que se maneja está sobreclasificada o es tan dinámica que pierde su valor en muy poco tiempo.
¿Estaba acreditado el soldado Teixeira para manejar documentos de alto secreto? Es posible que sí. ¿Necesitaba por su destino acceder a ellos? Si, como parece probable, no es así, ¿de qué forma llegaron a su poder? Tardaremos en conocer la respuesta a estas preguntas. Pero más importante que la investigación de lo ocurrido, que seguramente arrojará resultados intrascendentes, es conocer las medidas que el Pentágono va a tomar para prevenir que los aliados de Washington tengan que volver a preguntarse ¿puede Estados Unidos guardar un secreto?
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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