El secuestro y asesinato de la niña Camila en Taxco, y el subsiguiente linchamiento de su presunta verdugo, han suscitado diversos comentarios, interpretaciones y análisis. Como todo en México hoy, la politización de las conclusiones es a la vez inevitable y lógico: todo el mundo lleva agua a su molino. Pero algunas visiones pueden proceder en menor medida de la polarización actual, aunque también puedan resultar políticamente incorrectas.
Para muchos, el horror taxqueño muestra la descomposición del país. El secuestro propiamente tal –de una niña indefensa, por una cantidad irrisoria– la pasividad de las autoridades policíacas y de justicia, la agresividad de la gente, y la aparente impunidad de la que gozan los asesinos de Ana Rosa constituyen pruebas irrefutables de lo que ha creado la 4T: el Estado fallido en Guerrero, el caos, la hecatombe, el apocalipsis. Para López Obrador, seguramente serán, como dice su representante en Sinaloa, “cosas que pasan”, culpa de Calderón y de Loret.
No creo en ninguna de estas explicaciones. Obvio la tragedia de Taxco era evitable, y hasta cierto punto, previsible. La situación en Guerrero, y en esa ciudad en particular, fue descrita, denunciada y advertida desde hace tiempo. Con 40 policías municipales (según el alcalde actual, aunque en 2022 eran solo 32) en una ciudad de 100.000 habitantes, no hay manera de darle seguridad a quienes viven en ella. Pero de allí a un linchamiento salvaje, hay el famoso “gran trecho”. Lo uno no lleva necesariamente a lo otro. No obstante, sí debe llevarnos a reflexionar sobre “el pueblo sabio y bueno”.
Desde Nietzsche –y en el fondo, mucho antes– sabemos que “el pueblo” puede ser, suele ser, muy malo. No hay pueblos mejores que otros. Más aún, desde Marx, también sabemos que “el pueblo” no existe. Las sociedades modernas, propias de la era del capital, son sociedades de clases en conflicto –la lucha de clases– donde no se disuelven las diferencias para constituir una amalgama virtuosa. En otras palabras, la consigna de mil manifestaciones nunca se cumple: “El pueblo unido jamás será vencido” pide lo imposible. El pueblo casi nunca está unido, y casi siempre es vencido.
No hay pueblos buenos y malos. Los más cultos, trabajadores y disciplinados –los alemanes o los franceses, por ejemplo– son capaces de las peores barbaridades. Los más pobres no son “salvajes nobles”: son pobres, en ocasiones justificadamente desesperados, y capaces también de atrocidades inconcebibles.
El pueblo mexicano no es ni especialmente violento, ni particularmente pacífico. Ha vivido momentos de gran violencia y de insólita sumisión, de pasividad, solidaridad y salvajismo. Como todos “los pueblos”. La palabra linchar viene de Charles Lynch, un latifundista y esclavista de Virginia en el siglo XVIII que castigaba, es decir, asesinaba, a partidarios de Inglaterra durante la guerra de independencia norteamericana. Después, el término adquirió notoriedad gracias a –y se volvió sinónimo de– las infamias que los estadounidenses blancos del sur les infligían a los negros, actos inmortalizados en novelas, películas y canciones como la inolvidable Strange Fruit de Billie Holiday. Los protagonistas de esas escenas no eran peores, ni mejores, que los taxqueños de la semana pasada.
Justamente porque en todo “pueblo” yace un monstruo, que despierta y se levanta en cualquier instante, resulta imperdonable apelar a los sentimientos más profundos de la gente. Esos sentimientos incluyen la nobleza y la ruindad, el heroísmo y la cobardía, el amor y la mezquindad, todos juntos. Los demagogos apelan a lo peor de los pueblos, y los pueblos los adoran de regreso. Amor con amor se paga, y odio con odio. Durante los 3 años del Gran Terror de Stalin (1936-1938) fueron ejecutadas casi 900.000 personas: 300.000 por año, casi 1.000 diarias. ¿Cuántos integrantes de la policía rusa (Cheka, NKVD, GPU) se necesitaron para fusilar a 1.000 “enemigos del pueblo” todos los días durante 3 años? Una multitud, por definición procedentes del “pueblo”. ¿Bueno y sabio? ¿En serio?