A 77 años de la liberación de Auschwitz el reciente 27 de enero, casi se extinguió del todo la generación que sobrevivió en directo a todos los campos de exterminio con sus hornos de gas y crematorios, campos de trabajo forzado y las hambrunas programadas. Sus indelebles marcas numeradas en el antebrazo y quebradas voces permitieron comprobar que el Holocausto fue un sistema genocida del Estado fascista cuya raíz de natura exige liquidar al otro por prejuicios de raza, religión, sexo, cultura, pero muy en especial por su ideología o libertaria formación en casa, escuela o comunidad.
Ese macabro archivo dejó una huella inconsciente o voluntaria de conducta defensiva paranoide que persiste en nosotros, sus hijos dispersos. Los pioneros del recuperado Israel transformaron ese personal trauma profundo -cuya data cumple más de 2.000 años persecutorios- en la reconstrucción de sus vidas a través de leyes democráticas. Hoy por hoy, Israel es una burbuja de libertad y derechos humanos en medio de fanatismos internos y externas teocracias, tiranías, dictaduras y autocracias.
¿Para qué sirve entonces que los hijos del Holocausto insistan sin tregua en recordar, repetir, machacar los horrores de aquel genocidio? Para mucho y poco a la vez. Llevamos cosida en la sangre, ya en los genes, la intuición que permite reconocer o captar de inmediato las señales del partido político, secta, agenda, programa socioeconómico, ley, enmienda, violación de textos constitucionales, cuyo trasfondo se ciñe a mandatos de segregación, método que convierte al adversario o distinto en el enemigo que se debe marginar, someter y eliminar a medianos y largos plazos. Procedimiento que tiene un nombre, se llama totalitarismo. Rige cada detalle existencial cotidiano, la rutina vital de sus víctimas. Dictamina su forma de sobrevivir y desaparecer.
Legislaciones democráticas con toda clase de artes literarias, intelectuales, plásticas, musicales, artesanales o de cualquier índole basal y testimonial todavía permiten luchar para esta difícil tarea cuyo propósito está claro: nuestra descendencia, los nietos del Holocausto, tiene la obligación indeclinable de advertir y educar a los suyos junto al tú, él, ella, vosotros, ellos, aquí, allá, más allá, donde se castigue o permita. ¿Educarlos sobre qué?
En lo que grita el título de esta nota. Y a costa de cualquier precio.
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