El deseo de unos y el temor de otros anuncian, según muchos, un próximo cambio de ciclo político. Parece inevitable y, desde luego, necesario. Aunque, para ello, no bastará con el simple paso de un bando a otro. España, muestrario repetido de asimetrías simétricas, de carencias y abundancias extremas, convivientes en tiempos y espacios, ha propiciado, demasiadas veces, la creencia en arbitristas de muy variado pelaje y condición. Así surgieron los movimientos políticos alternativos, cuyo objetivo iba a ser la destrucción de los viejos partidos; la eliminación de la casta. A su frente un conjunto de personajes, convertidos en profetas de las nuevas formas, han contribuido al desgaste de las instituciones. Pero no a una práctica política ilusionante para la mayoría de la población; antes bien al contrario.
Necesitaríamos un diccionario de varios volúmenes para reseñar, aunque fuera de modo escueto, el catálogo de políticos, o asimilados, de viejo o nuevo cuño, que, en los últimos tiempos, resultan más identificables por sus fechorías que por sus hechos. Empecemos por la «derecha». Repasemos unos cuantos nombres de distintos niveles, convertidos en paradigma de cualquier género de chapuzas: Carromero, especialista en cosas raras; Casero, en votaciones inexplicables; Bendodo, en sandeces sobre plurinacionalidad;… y así un centón. Podría considerarse este esperpento como una serie de anécdotas, pero tales comportamientos se han convertido en categorías ante el asombro general. En un plano superior: Casado, arquetipo de liderazgo; Egea, campeón de deportes locales y gestión de partidos;… etc. Todo dentro de una letanía inacabable de corruptelas, jaleada ad nauseam por sus enemigos.
Enfrente, a la izquierda, bastantes más casos. Mencionemos algunos: Lastra, ejemplo de ideas profundas, tanto que no es posible apreciarlas, salvo alguna ocurrencia; Echenique, encarnación de casi todas las virtudes; Mónica García, compendio feminista «con m»: madre, médico, mujer,…; Simón y Tezanos, augures supremos,… A un nivel superior los mandatarios máximos: Díaz-Pérez, aritmética básica, a punto de graduarse en suma; Iceta, experto en lanas para labores, «M. Iceta, las mejores»; Maroto, postulante del turismo de desastres; Marlaska, modelo de incoherencia; Alegría Continente, más que por el contenido, según la ordenación y enseñanzas mínimas del bachillerato; I. Montero, prototipo de control del gasto público y descubrimientos feministoides; Garzón, el desatino andante; P. Iglesias, anticasta transformado aceleradamente en benefactor propio, con excelentes resultados personales. El resto del gobierno, para no extendernos demasiado, podría incluirse en un apartado bajo la etiqueta «incapacidades diversas».
En la cúspide, Sánchez, el eximio, el ser superior, cuya actuación desde Moncloa nos hace dudar si somos víctimas del fracaso de la verdad o del triunfo de la mentira. Del error casual o de la ineptitud causal. En los últimos tres lustros España ha padecido tres presidentes manifiestamente mejorables. El primero Rodríguez Zapatero, inexplicable e inexplicado; el segundo, Rajoy cuya andadura estuvo lastrada por algunos complejos, no sabemos si comprensibles o no; y el tercero, el actual, un sujeto incalificable en algunos aspectos y digno de pésima calificación en los demás. Con este tipo de políticos la confianza en el futuro inmediato, más que en ellos, deberíamos buscarla en «propuestas» como las del libro de L. Dartnell, Abrir en caso de Apocalípsis.
A pesar de todo, de la peste política, de la crisis financiera, de la pandemia del coronavirus y hasta de la guerra de Ucrania, España ha sufrido pero ha sabido salir adelante, aún con limitaciones. La estructura económica española ofrece bastantes rasgos positivos, que perfilan un boceto esperanzador. No obstante se aprecian también otros trazos, mucho menos ilusionantes. Acaso el más perturbador el de un mercado laboral que nos coloca, en niveles de empleo, en el furgón de cola de la Unión Europea, en el que llevamos instalados demasiado tiempo. Pero que, sobre todo, condena a un tercio de nuestros jóvenes a una situación, no ya económicamente rechazable, sino moralmente inaceptable.
La esperanza en salir de ahí iría, principalmente, de la mano de la recuperación de la cultura del esfuerzo, concebido éste como la oportunidad para ser mejores. Nuestra historia, personal y colectiva, exige involucrarnos en ella, tener alma. Alcanzar un estado del bienestar, individual y colectivo, sostenible que incluya la satisfacción de lograrlo por méritos propios. Resulta aberrante que desde el gobierno y su entorno, se potencien por unos y otros medios, genialidades del «pensamiento avanzado» resumidas en la teoría Lilith; según la cual «la cultura del esfuerzo» genera fatiga y ansiedad espiritual.
El empresariado español, salvo algunos apesebrados, demanda estabilidad política, reducción del sector público, creciente en grado superior a las necesidades y a las posibilidades del país; el freno al incremento desaforado de la Deuda Pública; mayor transparencia en la política económica y un plan de conjunto, realista para potenciar los recursos del país. Es la misma exigencia que se formula desde muchos sectores de la población, pidiendo un proyecto político nacional.
Hemos demostrado una notable capacidad para producir casi de todo, en condiciones de competitividad suficiente. Sin embargo, adolecemos de una innegable incapacidad para producir políticos, que estén a la altura de la economía y la sociedad españolas. Aprovechemos, al menos, el fracaso de nuestros gobernantes y con ellos de una administración pública ineficiente, para acometer un desafío histórico. Ya es hora de conseguir políticos responsables, con preparación y sentido de su labor de servicio público.
Artículo publicado en el diario español La Razón
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional