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Probar el fraude

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Cuando mencionan las denuncias de fraude electoral los grandes medios de comunicación les añaden infaliblemente el estribillo de que estas se hacen “sin pruebas”, lo que las vuelve automáticamente “infundadas” de antemano, sin ninguna otra consideración de los hechos, ni respeto por las víctimas, ciudadanos con plenos derechos, que se sienten injuriados.

Esta unanimidad induce a pensar que existe interés en despreciar las denuncias, en “pasar la página”, dejar a los defraudados como malos perdedores destinados a rumiar su frustración por los rincones, sin merecer atención alguna, no digamos de esos medios que están ocupados en cuestiones más urgentes e importantes, sino de los organismos que deberían preservar los derechos ciudadanos.

En un contexto así es engorroso abordar un tema de por sí complicado, que requiere una sutil perspicacia, esfuerzo, laboriosidad, que la mayoría no está dispuesta a invertir, sobre todo cuando es tan fácil correr a felicitar al “ganador”, como hacen tantos de nuestros compatriotas, seguros de conseguir mejores resultados que clamando ¡fraude!, aunque este sea ostensible.

Esta ha sido nuestra historia en lo que va de siglo XXI hasta que, después de una tenaz perseverancia, por fin, la mayoría de la comunidad internacional y los citados medios reconocen que en Venezuela “no hay elecciones transparentes y justas”, una transacción con la corrección política que todavía les impide vencer el tabú de la palabra “fraude”.

En Venezuela los medios censuran cualquier programa en que se trate de analizar el fraude, aunque sea para desvirtuarlo, algunos partidos políticos aprueban resoluciones en las que prohíben a sus dirigentes y militantes usar la palabra, con el argumento de que con ella se espanta a los electores y se promueve la abstención, la béte noire tanto de políticos como de quienes están en el negocio, o sea, fabricantes y promotores de sistemas electrónicos de votación, como máquinas de votación, captahuellas, cuadernos electrónicos, hardware, software, y aquí comienza a despejarse la explicación de aquella misteriosa unanimidad.

El fraude electoral es un negocio del que se benefician políticos corruptos y empresarios inescrupulosos, que comparten idéntico desprecio por los ciudadanos comunes que son utilizados y manipulados por los medios de comunicación para que actúen en contra de sus propios intereses, elevando a posiciones de poder a unas jaurías de depredadores que los arruinarán, devastando sus vidas y bienes.

Si esta actitud interesada que conlleva una toma de posición no fuera suficiente obstáculo, existen dificultades naturales, como el principio de buena fe, que predispone a las personas normales a creer lo que les dicen y levantan defensas, que hasta llegan a ofenderse si se les insinúa que están siendo engañadas; o la presunción de legalidad de los actos de la administración, que implica desafiar al Poder Electoral, que no es poca cosa. Los medios, los defraudadores, no tienen que probar nada, quienes tienen la carga de la prueba son los defraudados.

Ahora bien, ¿cómo se prueba el fraude electoral? Si esto fuera solo una batalla por la opinión pública, bastaría llevar al conocimiento de la mayoría argumentos incontestables y allí se revelaría la verdad; los tribunales, por su parte, generalmente funcionan con libertad de pruebas, así que además de documentos, testimonios y experticias, admiten cualquier elemento que lleve al juez a la convicción de cuál es la solución legal de la controversia.

En Venezuela se ha ensayado absolutamente todo, al punto de que no se requiere convencer a nadie más porque ya existe una firme convicción en la opinión pública, que se sabe estafada, de que no es posible cambiar al régimen mediante ningún procedimiento electoral.

La cuestión se ha elevado a nivel científico y universitario, de manera que se han realizado numerosas investigaciones en diversas disciplinas estadísticas y matemáticas que muestran fehacientemente las inconsistencias internas del sistema electoral y de sus resultados, que violan incluso leyes matemáticas infalibles, como la ley de Benford, entre otras.

Pero esto no ha sido concluyente, se puede hacer una larga exposición de fundados indicios, concordantes y no contradictorios, que convenzan a cualquier persona sensata y no obstante la fortaleza de los defraudadores sigue inexpugnable, porque cualquier aficionado a la filosofía sabe que el negacionismo es irreductible, para ellos no se puede “probar” nada, tanto menos una intención maliciosa de defraudar.

Las elecciones todavía en curso en Estados Unidos han puesto de relieve a nivel mundial esta confrontación que apenas despertaba interés mientras discurría en Venezuela y otros países iberoamericanos que sufrieron el contagio con los mismos síntomas que ahora vemos allá reproducidos exactamente, incluso con los mismo actores implicados.

No solo es Smartmatic, Sequoia, Bizta, Dominion Voting System, nombres harto familiares para los venezolanos, sino también la intervención de encuestadoras, comentaristas de los medios, supuestos opositores o críticos, que se han desplazado a Estados Unidos y realizan allá la misma labor de zapa que ejecutaron aquí para la implantación del castrochavismo.

La misma adulteración del registro electoral, propaganda embrutecedora sobre la supuesta popularidad del candidato favorito de los medios que nadie ve reflejada en la calle ni en los centros de votación, proyecciones de sedicentes expertos, pronosticadores de oficio, la dureza granítica que en Venezuela se llama “cara e´tabla” con que se asume la mentira flagrante como si fuera verdad; la rampante censura y cruel indiferencia por las víctimas.

Podría preguntarse a los venezolanos que avalan el fraude electoral en Estados Unidos si ellos creen sinceramente que en Venezuela nunca hubo fraude electoral en el corriente siglo y es probable que respondan que Estados Unidos no es Venezuela (como antes decían que Venezuela no es Cuba), que es un país de leyes, con instituciones sólidas; no, eso jamás podrá pasar aquí.

Veamos el respeto a la ley. Escribe Gustavo Coronel que “hay normas muy antiguas que se aceptan en el país como indicativas de resultados. Entre ellas que los cinco o seis grandes medios se reúnan y, por consenso, call o llamen ganador a uno de los dos candidatos”.

Sería fácil retar a Coronel a que exhiba esas normas que sabemos no existen ni pueden existir porque serían flagrantemente inconstitucionales, se puede cernir la Constitución sin hallar la menor mención a ese concilio de “robber barons” que nombra al presidente de Estados Unidos. ¿Y los electores presidenciales que deben reunirse el lunes 14 de diciembre y ni siquiera han sido seleccionados? Son una antigualla que estos “cinco o seis” ya han suplantado.

Si digo que abstencionistas aparecen votando, le parece una “curiosa afirmación porque, si votan, no son abstencionistas (esto no prueba el fraude sino que me estoy contradiciendo) y el de los incapacitados, como si los incapacitados no tuvieran derecho a votar”. Desde hace milenios los abogados distinguen entre la titularidad del derecho y su ejercicio. Que alguien tenga derecho a votar no implica que pueda hacerlo, por ejemplo, si es inhabilitado, está en estado vegetativo, en una unidad de terapia intensiva, en un manicomio.

En Estados Unidos se ha demostrado con declaraciones juradas (affidavit) casos de “cosechadores” que colectan boletas en auspicios, en connivencia con administradores y enfermeras, de los homeless recluidos, algunos incapacitados, todos con perfecto derecho a votar: una conjura abominable; pero, ¿calificará como fraude en una mente socialdemócrata? ¿Valdrá como prueba en el estrado de un juez, así sea norteamericano?

Aunque Joe Biden diga: “We have put together I think the most extensive and inclusive voter fraud organization in the history of american politics”, no prueba nada. Se puede desmentir como es usual, que fue citado fuera de contexto, que se equivocó, que quería decir lo contrario, que está senil, como es evidente, pero el punto es: ¿Se estimará como una confesión? La reina de las pruebas, como se decía antes.

Por primera vez en la historia Venezuela le lleva la delantera a Estados Unidos en algo, la posibilidad de que ellos puedan resolver lo que nosotros no hemos podido es apenas una endeble esperanza.

Si algo he logrado es develar la hipocresía de los medios, dice Trump; sin querer también ha descubierto a unos cuantos topos venezolanos.

 

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