Quedan pocas dudas, si es que no ninguna, de la importancia que tiene la propiedad privada para el desarrollo y el progreso. En la misma línea, quedan pocas dudas sobre la eficiencia que tiene el sector privado sobre el Estado en el manejo de la mayoría de las empresas del planeta.
En su ensayo Rumbo a la libertad, Álvaro Vargas Llosa destaca los beneficios que trajo la privatización para América Latina durante las décadas que median desde 1970 al 2000.
En suma, la privatización en Latam permitió que en la región se elevaran las tasas de inversión, se hayan incrementado los flujos de capital y la rentabilidad para empresas que anteriormente presentaban pérdidas, improductividad e ineficiencia, así como reducción del déficit fiscal, y mejora en sus respectivos bienes y servicios, es decir, el cumplimiento de su respectiva promesa de valor.
Sin embargo, las reformas privatizadoras fueron insuficientes para profundizar el sistema capitalista. Ello a pesar de sus buenos réditos. ¿Qué sucedió? ¿Cuál fue la causa que condujo a esta pérdida de confianza en el efecto privatizador? El propio autor en su libro nos esboza una respuesta: los reformadores “perdieron de vista la diferencia entre creación de una sociedad abierta y la transición hacia una sociedad abierta”.
Sigue Vargas Llosa: “El hecho de que la transición hacia la economía privada cree nuevas oportunidades para el expolio es una perversa ironía del Estado: las injusticias que nacen de la transición no serían posibles sin la presencia original del estatismo”. De esta forma, la privatización, con todas su bondades, y paradójicamente, si no se hace de la manera adecuada, puede dar rienda suelta a un sentido de continuidad a las prácticas estatistas y a los vicios del mercantilismo.
No tengo dudas hoy de que Venezuela atraviesa un proceso de transición. Una transición cuya guinda al pie sigue siendo el tema político y la traslación del poder hacia otros factores. Pero el chavismo, en su sentido originario, hace tiempo que da muestras de agotamiento. Claro está que la transición puede conducir a la democracia o alguna variante de gobierno autoritario, pero al final, no es ni será el mismo sistema político que ha conducido al país en las últimas décadas.
El tema más palpable de esta transición, de esta transformación, estriba en el ámbito económico. El nacionalismo económico promovido por la dirigencia socialista será desmontado. Y el gran reto estribará en cómo producir ese desmontaje. El gobierno venezolano ha venido desarrollando algunas iniciativas tendientes a la privatización. Al menos a nivel propagandístico se observan delegaciones, ferias, exposiciones, encuentros con delegaciones de varios países que han mostrado su “interés” en invertir en Venezuela. Incluso se constituyó el Centro Internacional de Inversión Productiva (CIIP).
Ahora bien, la pregunta del millón de dólares. ¿Realmente estos movimientos se pueden considerar muestras de una privatización tendiente a la transición hacia una sociedad libre? En mi opinión, en el estado de cosas actual, las nuevas “privatizaciones” son una posible extensión de los factores de poder que han dominado al país en las últimas décadas. De forma tal que parafraseando a Vargas Llosa, la nueva oleada de “privatizaciones” puede convertirse en una nueva forma de expoliación desde los factores de poder.
No deja de ser paradójico entonces que la eficiencia y mejoras que trae consigo la empresa privada se mancillen con estas prácticas nocivas. A la larga la adopción del sistema de privatizaciones improvisadas, apresuradas y hechas con una importante falta de transparencia, institucionalidad y estandarización de procesos puede traer más males a la gestión de la economía venezolana. El llamado y lo imperativo es reformar el sistema, teniendo al Estado de Derecho como norte y sin olvidar que para crear una sociedad abierta debemos tener suficiente criterio para manejar la transición hacia ella.