A pesar de las numerosísimas dificultades que, día a día, le ha correspondido enfrentar a la Comisión Nacional de Primaria ─dificultades financieras, operativas, organizativas, políticas, institucionales, técnicas y hasta las creadas por oportunistas figurones─, en la semana que acaba de concluir ocurrieron dos hechos que merecen nuestra atención. El primero se refiere a la gran afluencia que hubo, a las horas de cierre del plazo establecido para inscribirse, de venezolanos que viven fuera del territorio y decidieron participar en la elección del candidato de las fuerzas democráticas, el domingo 22 de octubre. La alta cantidad de personas que en las últimas horas cumplió con el procedimiento constituye un aliento para la lucha, que debe ser estimado en los escenarios que proyectan los analistas.
La segunda cuestión que debe considerarse se refiere al debate entre ocho de los precandidatos ─de nombre “Hablan los candidatos”─, que se realizó el miércoles 12 de julio. Ese encuentro, por encima de si colmó o no las expectativas de muchos, habla de una voluntad política extendida y compartida entre las fuerzas políticas opositoras; habla del reconocimiento de cada precandidato a sus rivales; habla de la aceptación de las reglas propias de una competencia electoral. Estos dos hechos, y muchos otros que cabría mencionar, muestran que la ruta electoral, más allá de cuál podría ser su viabilidad para producir un cambio político en Venezuela, cuenta con la sintonía, con la aceptación, no solo de la dirigencia política y de numerosos líderes de la sociedad civil, sino también, y esto es relevante, de anchas capas de la sociedad.
Aunque el régimen de Chávez y Maduro lleva 24 años trabajando para demoler la cultura democrática y electoral que se construyó entre 1958 y 1998, no lo ha logrado: en la sociedad venezolana, el recurso electoral continúa ocupando un lugar preponderante en la visión de la política y, sobre todo, en la visión de la participación política de los ciudadanos. Lo electoral está en la médula espinal de la cultura política nacional.
Que el proceso haya avanzado hasta el punto donde nos encontramos hoy es absolutamente sorprendente. Lo es, entre otras cosas, a pesar de sectores de la propia oposición democrática que, insólitamente, no quieren medirse, porque esperan por las inhabilitaciones de los demás para así proclamarse candidatos, o muy al pesar de aquellos que defendieron que el proceso debía realizarse a través del Consejo Nacional Electoral. Que en el seno de la Comisión Nacional de Primaria, luego de un debate complejo y minado de dificultades, se haya escogido transitar un camino sin el CNE resultó en un salto cualitativo, que aumentó la base de confianza en la ruta electoral.
La liquidación del CNE como pieza fundamental de un poder electoral autónomo, independiente, equilibrado, de sólidos fundamentos legales y técnicos, transparente y al servicio del modelo democrático, ha sido el primer paso de un conjunto de acciones, para impedir que la voluntad popular se exprese en procesos electorales limpios y confiables.
Se han militarizado las operaciones a extremos vergonzosos; se ha convertido la FANB en una institución dedicada a la política más corrupta; se ha arrasado con la mayoría de las capacidades técnicas del CNE ─que las tuvo─ para sustituirlas por militantes e intereses del PSUV; se ha convertido el organismo, con descaro ilimitado, en un departamento electoral del régimen y de su partido; se ha falseado y desactualizado el registro electoral; se han mudado electores a centros de votación alejados de sus lugares de residencia, incluso, incurriendo en el grotesco extremo de transferirlos a ciudades o poblados remotos. Los lectores recordarán que, entre los hechos pendientes de investigación en Venezuela, está la denuncia realizada y sustentada en 2017 por parte de la empresa Smartmatic, que demostró que en ese organismo entre lo que se vota y los resultados que se anuncian hay gravísimas brechas, siempre a favor del régimen.
En este espacio, una y otra vez, a lo largo de los años he insistido en denunciar al CNE y al conjunto del sistema electoral venezolano, como un enemigo estructural del ejercicio democrático y del cambio político. Mi opinión de todos estos años no ha cambiado: creo que para vencer al régimen y entrar en una nueva etapa democrática hará falta más que un proceso electoral. Hacen falta movilizaciones y pronunciamientos de todos los sectores y de todas las instituciones de la sociedad.
Sin embargo, y hacia esto se dirige este artículo, sostengo, sin aparcar las precauciones que he señalado, que es imperativo continuar y profundizar en la ruta electoral emprendida. Hay que seguir, para mantener y aumentar la movilización de los demócratas, dentro y fuera del país. Hay que seguir, para escoger y definir, en el seno de la multiplicidad de las fuerzas democráticas, un liderazgo político fundado en la legitimidad de los votos. Hay que seguir, para elevar el costo de cualquier nueva acción del gobierno en contra de la oposición, los candidatos o en contra de las primarias. Hay que seguir para que los inhabilitados recuperen sus derechos. Hay que seguir para que en el plano internacional se comprenda que es falso que en el país hay una apertura a la recuperación de las libertades. Hay que seguir para denunciar el cierre de medios y espacios informativos. Hay que seguir para que el desencanto, ahora mismo en crecimiento, de los últimos reductos electorales del chavismo y el madurismo avance en su proceso de rompimiento con el régimen. Hay que seguir, porque como ha advertido Allan Brewer-Carías, las primarias constituye un ejercicio democrático “completamente fuera del ámbito de los organismos gubernamentales”, por lo que ni el TSJ ni el CNE pueden regularlas, controlarlas o impedirlas. Es decir, son nuestro derecho.
Y, en definitiva, hay que seguir porque a los demócratas no nos está permitido desaprovechar ninguna oportunidad, ningún tablero, ningún campo, donde podamos dar una batalla para pelear por dar el salto a una nueva etapa democrática.