En Venezuela hablar de presupuesto es un tema difícil, ya que no hay incentivo alguno para el ahorro y la planificación del gasto en casa. Esto se debe, fundamentalmente, a la aplicación de una economía improductiva y rentista que ha llegado a sus extremos con el socialismo del siglo XXI. Aunque cada día se produzca menos petróleo, regalamos o fiamos una gran parte a los países del Caribe, incluyendo por supuesto a Cuba, y otro poco lo entreguemos a la China con la que nos hemos endeudado de manera gigantesca, y queda un remanente que se vende en el mercado y da una que otra liquidez. Los venezolanos intentamos sobrevivir como mejor podemos en un cuadro de crisis humanitaria compleja que ha sido universalmente reconocida. ¿Cómo ahorrar si hasta la banca privada, incluyendo la hipotecaria, no puede facilitar líneas de crédito? ¿Cómo planificar el gasto, si la inflación nos devora ferozmente? ¿Acaso es una minoría la que monta las grandes rumbas y consume en los centros comerciales o será que una gran mayoría vive una situación precaria? Preguntas definitivamente retóricas.
Del Estado viene el ejemplo, no sólo porque carece de una política económica y social seria, responsable, orientada a la verdadera justicia social, a la generación del empleo, la defensa del ingreso real a la productividad, sino también por el desorden que le caracteriza en el campo de las finanzas públicas. Hubo gobiernos autoritarios y democráticos que, guardando las proporciones, con muchísimos menos recursos, sostuvieron una economía lo más ordenada posible. En la era democrática, abierto a la incesante y libérrima discusión aún de los aspectos más modestos, el Estado estaba sometido al menos al control de una opinión pública pendiente, vigilante, atenta, y a la posibilidad cierta de sustituir al gobierno en las elecciones que se celebraban exactamente a los cinco años cumplidos del período constitucional, sin reelección inmediata. La época del más amplio debate sobre el proyecto de presupuesto público nacional arrancaba hacia el mes de octubre y culmina en diciembre de cada año, y, a través del parlamento y de los medios de comunicación social, el gasto público estaba sometido al escrutinio de legos y de entendidos, pero también todos y cada uno de los sectores sociales y económicos, del capital y del trabajo, de los gremios más diversos, ejercían una legítima y libre presión para concursar en el presupuesto. Y, faltando poco, la Contraloría General de la República y la Comisión de Contraloría del Congreso de la República, se activaban.
En la actualidad no es nada reciente este fenómeno del presupuesto. Ahora es poco, muy poco lo que se sabe del presupuesto público nacional, excepto que el gasto es un elevadísimo porcentaje incontrolado del gobierno que debemos cubrir los venezolanos pagando varias veces al día el IVA y un número considerable de impuestos que, desde el primer instante en el que el chavismo llegó al poder, aumentaron y todavía se sostienen al lado de los novedosos y los circunstanciales. Esto, por no considerar otros elementos constantes, como la deliberada subestimación del ingreso petrolero anual y la existencia de varios fondos que escapan al ejercicio presupuestario, receptores de los ingresos extraordinarios así obtenidos por la vía de una viveza que ha estado y está a la vista de todos. Recuerdo muy bien las catajarras de solicitudes de créditos adicionales aprobados entre 2011 y 2016 por la Asamblea Nacional, que el chavismo controlaba y donde, de paso, limitaban las intervenciones de los diputados de la oposición que tanto les disgustaban. La Comisión de Finanzas no tardaba siquiera horas en aprobarlos y los despachaba a las plenarias de modo que los créditos votados delataban una ley de presupuesto insincera, improvisada, arbitraria. Valga ejemplificar el asunto con un solo nombre: hubo expertos presupuestarios en la bancada opositora, como la otrora diputada Vestalia de Sampedro que siempre ponía en jaqué al gobierno, con sus sólidos argumentos.
Hubo una estupenda tradición en Venezuela respecto a la materia presupuestaria y el desarrollo y cumplimiento de los grandes principios que le concedían un mínimo de orden y credibilidad en el manejo de las finanzas públicas, como el del equilibrio, la universalidad, la participación, la transparencia, la anualidad, la especialidad, por mencionar algunos. Por supuesto, con un gobierno que no repara en el gasto suntuario y con gastos improvisados en general, el valor del ahorro y la planificación se convierte en un antivalor. Por ello, sin duda o equivocación alguna, ocurre el despilfarro de la más grande bonanza petrolera en toda nuestra historia, la que se produjo bajo este mismo y único gobierno que hemos tenido en todo el siglo XXI, en el que el antecesor fue el que eligió al sucesor.
Vimos, la semana pasada, como de manera rápida se aprueba el presupuesto 2024, porque hasta el 15 de diciembre de 2023 era fecha límite para la aprobación del presupuesto de la nación. Se habla de una cantidad de dinero superior a los 720.000 millones en bolívares, por ser la moneda legal pero no la real. Los que estamos en la calle en el día a día sabemos que se maneja el dólar como moneda de canje, y adicional a ese presupuesto se usará según información del gobierno 77,4% en inversión social. Siempre con la duda de cuál es esa inversión porque el sueldo se devalúa día a día, lo que disminuye es el poder adquisitivo del venezolano. Hemos insistido, resistido y persistido bajo los gastos presupuestarios despilfarradores del régimen. Hemos vivido casi 25 años con una inflación sin igual. Lo hemos dicho hasta el cansancio: mientras que no sinceremos la economía y sigamos en la burbuja imaginaria de la economía gubernamental, seguiremos en una perenne crisis que solo tiene una salida: el cambio de gobierno.
@freddyamarcano