Camus enfatizaba en la que para él era la pregunta esencial de la filosofía: determinar si la vida valía la pena vivirla o no. Descartó el suicidio como opción, planteando la vida en plenitud de existencialista. Hay decisiones trascendentes individuales y colectivas. Esas decisiones debemos tomarlas, bien como un acto volitivo o bien obligados por individuos o circunstancias.
Tampoco creo en el suicidio como opción. Mientras haya vida, se precisa agotarla en plenitud, dentro de las innumerables posibilidades de cada quien, valorando las situaciones, las oportunidades, los momentos. Plantearse esperanzas religiosas de un mundo mejor, utópico, en años o siglos posteriores, atenta contra la vivencia diaria, contra el individuo y el colectivo.
Dejar pasar el momento, por aspiraciones vanas de un mundo mejor pintado en el cielo, cuando todo será perfecto y «vivible» es desperdiciar tiempo, desarrollo existencial. La exigencia es enfrentar los acontecimientos ahora. Meterse en el juego según las circunstancias y vivirlas al máximo posible, en este desgaste que lleva igual a la muerte. Pero: ¿suicidarse? No hacer nada, paralizarse y ver cómo acontece todo, es un desperdicio vital insoportable para quien quiera vivir.
Esperar no es opción. Es ya. Es ahora. La ruta existencial está trazada. Incluye demasiados obstáculos, a veces insoportables, desde luego, intragables, desde luego. Pero… Es ese el trayecto que debemos atravesar si queremos seguir de veras vivos. No hay otro. La anulación es castración de la vida, postergación matadora de la vida.
Si de verdad queremos decir que estamos vivos y no sólo decirlo, demostrárnoslo a nosotros mismos, tenemos que adentrarnos en los vericuetos que nuestro momento histórico y personal nos plantea. La anulación es muerte adelantada. Adelantada por uno mismo, suicidio intermitente que deseca en lo personal y lo colectivo. Vayamos a vivirla. Dentro de unos años es muy tarde. Postergar no es el verbo útil para el ahora existencial. Es ya. Vamos.