Fue con Trump, un vendedor o ‘bullshitter’ ideal, con quien empezaron a florecer los términos «posverdad» y «hechos alternativos». Así mandamos al diablo los hechos y las pruebas: todo lo que importa es lo que nos conmueve y nos agrada. Mentir exige, al menos, respetar la distinción entre lo verdadero y lo falso; pero lo que en inglés se denomina ‘bullshit’ exige mostrar una indiferencia absoluta por la verdad y por el poco aprecio que le brindamos.
La ‘posverdad’ refleja una crisis más profunda, porque el fenómeno es banal y global: es fruto de la inventiva tecnológica y de sus posibilidades inéditas de manipulación e instrumentalización, a través de la multiplicación de los canales de comunicación, de información y, por tanto, de posible desinformación. También está vinculada al declive de los medios tradicionales, al descrédito de los expertos y eruditos, y a la creciente influencia de las redes sociales, cuyo funcionamiento es fuente de desregulación masiva de la comunicación, proveedor de ignorancia, negación del conocimiento y desprecio de las normas del discurso público, presa de una grave crisis de afirmación (un «me gusta» significa tan poco…). Para muchas mentes hastiadas, la crisis ha quedado atrás.
El estrepitoso retorno de la Historia –atentados terroristas, catástrofes climáticas, pandemias, guerras– habría calmado a los fanáticos posverdaderos. Sin embargo, no hay nada como enfrentarse cara a cara con la realidad para provocar entre los más recalcitrantes la incomodidad de la duda genuina y el cuestionamiento crítico de creencias muy arraigadas; pero también para desafiar, al mismo tiempo, las dudas relativistas y escépticas demasiado extravagantes.
¿Se equivocaron los posmodernos? ¿No es todo cuestión de interpretación y de márgenes? ¿Existe algo «fuera del texto»? ¿Es realmente verdad lo que es verdad? ¿Es verdadero aquello que es bueno y bello y que está ‘de acuerdo’ con la realidad? ¿Es cierto que la gente ha sido degollada, decapitada, violada, secuestrada y masacrada? Y tanto que sí. No hay nada como los horrores de la guerra para medir el imperio de la propaganda, la desinformación y la manipulación, con su gama de sutiles engaños, espantosas mentiras e insolentes falsificaciones de los hechos, todo lo cual refleja el formidable e insistente disgusto por la verdad que yace en el corazón de la posverdad.
Tanto la vida pública como la académica (que no se libra de la «cultura de la cancelación») han sido invadidas: la ofuscación, el uso selectivo de los hechos, el rechazo de los que nos agradan, la negación de la ciencia, la alteración de los datos, la manía de los razonamientos basura, decorativos o motivados, y otras falacias argumentativas promovidas por los conspiranoicos, la masa de información manipulada o las ‘fake news’ cuyo principio no es ser falsas o tendenciosas, sino serlo deliberada o intencionadamente. De ahí la difuminación de las fronteras entre información y opinión. Facilitar el acceso a la información lleva a la gente a creer que el conocimiento puede adquirirse sin esfuerzo, socavando la confianza en ella, multiplicando la ceguera voluntaria y el ‘exceso de confianza’, fomentando las ilusiones sobre las habilidades, las frustraciones y las decepciones, la inevitable erosión del pensamiento crítico y la creciente fragilidad de los individuos que se apresuran a ceder a las garras de los peores manipuladores e impostores: los facilitadores de las burbujas de información lo han entendido, explotando con ello nuestra predilección por el sesgo de confirmación.
La posverdad es la exacerbación de nuestra desconfianza en la razón, que no es prerrogativa exclusiva de los posmodernos, que desprecian el ‘logocentrismo’ (Derrida). Esta posverdad es obra de los caricaturistas del racionalismo de esa época de ‘eclipse’ o ‘declive de la razón’ que fue gran parte del siglo XX a partir de los años veinte, basado más en el concepto hegeliano de razón omnisciente, de conocimiento absoluto y dogmático, antes que en el concepto menos triunfante de la ‘Aufklärung‘. La razón ya no es el valor asociado a los ideales de libertad y revolución que vinculamos con una democracia ganada a pulso gracias al acceso público al conocimiento. Denostado como el ‘mito’ positivista de la superioridad del método racional y del progreso humano, el saber teórico ha perdido su legitimidad: ha sido arrebatado por el saber práctico, por la política, y pronto por la ‘moral’, con el escenario público y luego mediático ocupado ahora por el intelectual literario, el ‘escritor filósofo’, el periodista, el ‘bloguero’, el ‘tuitero’, cuyo objetivo ya no es ‘justificar’ su opinión con ‘razones’, sino seducir haciendo gala de una curiosidad multidireccional y evitando dar la impresión de ‘seriedad’ que podría tener el académico culto.
La posverdad es también la subordinación desvergonzada de los hechos a la creencia, combinada con el deseo de imponerla a los demás a pesar de las pruebas o de la falta de ellas: una doble dominación, ideológica y política. De ahí la seriedad del desafío: porque lo que está en juego no es la simple dificultad teórica de representar un mundo en el que la verdad ya no domina, sino la amenaza a nuestro propio anclaje en la realidad. En un universo totalitario orwelliano regido por la propaganda, sólo hay una Verdad que debe ser creída uniformemente. El universo posverdadero es aparentemente democrático, pero está plagado de un relativismo generalizado cuyo objetivo es hacer desaparecer la verdad disolviéndola desde dentro, lo que es cualquier cosa menos democrático. Así pues, totalitarismo y posverdad son la aplicación, bajo regímenes opuestos, de la misma estrategia: interrumpir toda relación entre el lenguaje y la realidad, e impedir el acceso a la verdad para destruir las condiciones mismas de la libertad.
En ‘La Post-vérité ou le dégoût du vrai’ (Intervalles, 2023), propuse las diez recomendaciones siguientes como estrategia para atacar esta idea-fuerza o ‘idea-creencia’, que diría Ortega y Gasset, de la posverdad: tomen conciencia de sus sesgos cognitivos y de las diversas causas del humo y los espejos de los medios de comunicación. Cultiven sus virtudes epistémicas y sostengan la evidencia de los hechos como requisito primordial. Pero también hay que matizar la dicotomía entre hechos y valores, como advirtió Hilary Putnam. Debemos dejar de ignorar los aspectos positivos de las emociones. Hay que evitar reducir la razón a un espantajo del positivismo, y no denigrar cierto sentimentalismo. No hay que confundir la negación de la ciencia con la ceguera cientificista. Es preciso comprender que trabajar con ‘espíritu científico’ implica, además de matizaciones y humildad, el rechazo de cualquier compromiso con la sociedad, la moral y los intereses vulgarmente ‘pragmáticos’ del momento. Con mayor urgencia aún, hay que evitar malentendidos básicos y demasiado persistentes sobre los conceptos de verdad, conocimiento, creencia, razón y realidad, amenazados en su núcleo mismo por la idea misma de posverdad. Debemos desconfiar de los prejuicios metafísicos más arraigados y trabajar por un auténtico conocimiento metafísico. Por último, debemos afianzarnos en un espacio académico y democrático de la razón, que es el único capaz de garantizar la libertad de conciencia, demostrando constantemente que los ideales de verdad y conocimiento, contrariamente a la creencia popular, no son tanto una negación de la vida como los mejores aliados de nuestra libertad y de nuestra exigencia de equidad y justicia social.
Creo que estas recomendaciones siguen siendo pertinentes hoy en día.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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