Las últimas semanas ha resaltado una de las características de nuestra historia, sea cual sea el ámbito o condición. Como sociedad, la arbitrariedad parece una condicionante nacida precisamente de las estructuras coloniales, y que ha costado arrinconarla hacia sus predios naturales que es la formación infantil. Y no es el concepto de Saussure sobre la arbitrariedad del signo lingüístico y sus consecuencias, pues, al fin y al cabo, la naturaleza del lenguaje precisamente requiere de imponer consensos autoritarios para que un término sea lo que es y no sea otra cosa. En la historia venezolana la arbitrariedad se distingue con la expresión: “es así, ¡punto!”. Resalto los signos de admiración porque es casi recurrente, desde las conversaciones más nimias hasta los debates académicos más enconados, que alguien pretenda cerrar la discusión con esa jerga bastante conocida, odiosa muchas veces. En la infancia y adolescencia el argumento de autoridad no es falacia, porque, al fin y al cabo, los niños y jóvenes están en formación y su mundo conceptual todavía sigue siendo movedizo. Allí sí requiere de la recta formación, algo arbitraria, sobre todo de los padres, porque existe el amor que matiza cualquier adustez que conlleva imponer contra la rebeldía juvenil esa noción arbitraria de lo “bueno” y lo “malo”.
El problema, que debería acabar una vez concluya esta tórrida etapa biológica donde un torrente hormonal obstruye toda forma de razonamiento, es la pervivencia de esa imposición que termina respondiendo al capricho de la voluntad manifiesta de alguien. Entendemos que a veces los liderazgos se revistan de cierta connotación arbitraria, pues, al fin y al cabo, la anarquía es un extremo pernicioso. Y en cuanto a los estilos políticos, no existe un “ideal” que seguir, visto que cada etapa exige una forma específica de relacionarse con el poder. Pero muchas veces, un líder con este condicionante, si es natural, sabe dosificar esa porción arbitraria en pequeñas palmadas espirituales que apuntalan la dirección de la historia que busca empujar. El problema radica cuando en vez de una dosimetría milimétrica, se receta como quien pretende suministrar aspirinas o analgésicos para todo tipo de dolencia. Allí es donde comienza la noria de opciones que muchas veces marean a quien la sufre, pero no encuentra la forma de salirse de la misma, pues, debe esperar su turno para poder bajarse de aquella. Es entonces cuando el ¡punto! asfixia y engulle cualquier iniciativa para solventar todo tipo de crisis.
Algunos han defendido este comportamiento clásico a la venezolana. Aducen que una “mano dura” es mejor que cualquier desmadre que trae consigo la libertad política. Y no hacemos referencia a una suerte de militarismo, pues, aunque pueda sonar plausible, la lógica militar es jerárquica. Pensar democrática o caóticamente en el campo de batalla es un suicidio tan peligroso como entregar el mando a un incompetente. Ejemplo de ello, para el bien de la humanidad, fue la trasiega organización del alto mando nazi en los diferentes frentes de batalla, en contraste, con el comando único de los aliados, esto último, lo que permitiría la victoria frente al totalitarismo nacionalsocialista. Así, hay quienes creen que la intervención del denominado “partido militar” en los destinos venezolanos desde la independencia sea la raíz de ese ¡punto! En cierta medida hay una sólida argumentación que inclina a pensar que realmente es así; pero, creemos, que el problema escapa más allá del mundo castrense criollo.
En los años anteriores a 1999 era constante que las expresiones populares buscaran a un salvador que llevara con “puño de hierro” los destinos de la patria. El ejemplo de épicas salvíficas estuvo asfixiando el imaginario nacional durante los años de la democracia bipartidista, hasta el punto de identificar erróneamente a esta como un “bochinche” donde el festín de la corrupción eran la moneda más recurrente. ¿Cuántas veces no se evocó a la dictadura de Pérez Jiménez como una falsa era dorada? ¿Y luego de 1999? Huelga decir que es baladí enunciar lo que se arrastra desde el inicio de este siglo en nuestro país. Basta con apelar a la memoria de cada uno de ustedes, apreciados lectores, y hallarán la respuesta a su medida, realidad y experiencia. Sólo recuerdo que cuando se apeló a ese ¡punto! ningún resultado grato pudo haber traído, inmediata o mediatamente. La arbitrariedad siempre termina por cobrarnos, de la peor manera, los intereses cuando la usamos cual fertilizante de la realidad.
Los debates democráticos han sido muchas veces apagados por ese miedo a que no encontremos una solución de “Santo Grial”. En cualquier democracia sabemos que los problemas nunca terminan, sino, que el mejor escenario es minimizarlos para así poder resolver contigencias que nos pondrían en peligro individual o colectivamente. Los problemas siempre serán persistentes, más, sin embargo, lo más genuino es estar conscientes que siempre estarán allí, y que, el que pretenda decir que tiene la varita mágica para hacerlos desaparecer es un prestidigitador de baja factura. La autoridad no se obtiene con las armas -o más recientemente- con el dominio de redes sociales o los micrófonos de la denuncia por la denuncia. Es fruto del cumplimiento irrestricto de un documento que es el proyecto común de todos nosotros: la Constitución. Y no es el tecnicismo sobre la “constitucionalidad” o “inconstitucionalidad” de ciertas conductas, que, a la larga, más que una realidad son interpretaciones de lo que algunos consideran es la Constitución, repitiendo ese ¡punto! pero esta vez con un sabor al peor de los modelos de Kelsen, impuesto por un órgano judicial del Estado.
Urge entonces que nuestra sociedad aprenda a entender que el diálogo no es el grito de lo que es “mi punto” sobre “tu punto”. Tampoco que el Estado diga lo que debe hacerse si esa conducta no está prevista en la Constitución. Es necesario que dejemos a un lado esa vieja idea arraigada en nosotros desde la niñez con el “es así, ¡punto!”. Sabemos que superarlo requiere de un esfuerzo personal que muchas veces implica desprenderse de la weltanschauung adquirida en los años, usando por así decirlo, la expresión que acuñó Wilhelm Dilthey para explicar este fenómeno. Pero solo un liderazgo que comprenda la necesaria superación del ¡punto! abrirá las puertas para una nueva Venezuela dispuesta a estrenar un nuevo rostro y una nueva piel. De lo contrario, por más que se invoque la democracia o una versión más online de los nuevos tiempos, jamás habrá el tan anhelado cambio. Al contrario, cuidado y si no entramos a una etapa de mayor severidad del “es así, ¡punto!”. Acritud de la que quizá podamos arrepentirnos, pero, que nos entrampará por otros cinco lustros. Esperemos que la sensatez se imponga y los que hayan podido superar la adolescencia espiritual y emotiva tomen el timón de una vez por todas.