Articular las relaciones entre Estados es un tema viejo. En la modernidad, Kant y otros sentaron las bases de un supuesto orden que estuviera configurado por la razón. Así, el derecho tomó asiento y empezó a establecer una serie de principios que se proyectaron en instituciones. La acción de estas, unida a la constante interpretación de decisiones cada vez más complejas, fueron poco a poco constituyendo un determinado tipo de orden que inevitablemente convivía con una realidad que no siempre era la definida por las reglas. Más o menos desde Westfalia (1648) se está en ello.
Las independencias americanas casi coincidieron con la temprana madurez de ese orden de ideas, de manera que el Congreso de Panamá, convocado por Simón Bolívar en 1826, fue el genuino representante de una propuesta de unión o confederación de los nuevos Estados americanos que, a pesar del adecuado planteamiento teórico, fue saldada en el fracaso.
La historia es bien conocida desde entonces, con una sucesión de frustrados intentos de orden muy diverso. Su variopinta naturaleza, dominada a veces por lo subregional, otras por lo económico y algunas por el simple intento de concertación temática, no fue óbice para asegurar el camino del éxito. La ristra de siglas a partir de la década de 1960 es muy abundante: Alalc, Aladi, SELA, Caricom, MCCA, Pacto Andino (Comunidad Andina), Mercosur, Unasur, Celalc…
A ellas se unen las de la Organización de Estados Americanos (OEA), un organismo que asumió diferentes iniciativas y actividades desde finales del siglo XIX y que cobró carta de naturaleza en Bogotá en 1948, cuando la novena Conferencia Internacional Americana suscribió su carta fundadora. Asentada en el inicio de la guerra fría y tutelada por Estados Unidos, que ofertó a la ciudad de Washington como sede y comprometió una jugosa parte de su presupuesto, la OEA se vio como un dispositivo indudable de la hegemonía norteamericana sobre la región.
Este aspecto se reafirmó tras el éxito de la Revolución cubana y la expulsión de Cuba de la OEA en 1962 porque “la adhesión de cualquier miembro al marxismo-leninismo es incompatible” con el propio sistema interamericano, y tres años más tarde cuando la organización dio carta blanca a la intervención militar norteamericana en República Dominicana.
La OEA languideció durante años, pero el 11 de septiembre de 2001 dio un paso gigante al aprobar en Lima la Carta Democrática Interamericana. Su artículo primero proclamó el derecho de los pueblos de América a la democracia y la obligación de sus gobiernos de promoverla y de defenderla. Asunto nada baladí, pues obligaba a una precisión conceptual en torno a un término complejo.
El artículo tercero acentuó el compromiso al señalar como “elementos esenciales de la democracia representativa, entre otros, el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al Estado de Derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de los poderes públicos”.
Una apuesta consonante con los avances de la política en la región tras haber dejado atrás las transiciones a la democracia, a la vez que una declaración de intenciones de lo que no se quería que fuera el futuro. Sin embargo, se contraponía con los matices que desde la ciencia política se estaban introduciendo en torno a una nueva línea de estudio que aducía la existencia de diferentes grados de calidad de la democracia o incluso de la necesidad de distinguir entre variedades de la democracia.
La Cumbre de las Américas que se celebrará del 6 al 10 de junio en Los Ángeles va a suponer una nueva ocasión para replantear el estado de la cuestión. Su origen se sitúa en Miami, en 1994, cuando Bill Clinton convocó la primera que tuvo como resultado la procelosa iniciativa del Área de Libre Comercio de las Américas. Eran tiempos de consolidación de la democracia y de extensión del neoliberalismo. Aunque el patrocinio de Estados Unidos es primordial, Donald Trump no asistió a la de Lima de 2018.
En los prolegómenos de la actual, dejando de lado el asunto no menos sobresaliente relativo al papel del componente democrático de los regímenes políticos de los países convocados, hay por lo menos tres tipos de grandes preguntas que vienen iluminando el debate. Responden a cuestiones generales que están profundamente interconectadas: ¿quién convoca?, ¿cuáles son los criterios para ser convocado? y ¿cuál es el propósito?
El establecimiento de una agenda y la definición de la lista de invitados y su rango son siempre mecanismos sutiles de poder que se dan en cualquier convocatoria plural. Si se establece como principio el de no excluir a nadie, ¿no hay también que definir a la vez quién es alguien? Si se reivindica la no intromisión en cuestiones internas, ¿significa que hay asuntos que quedan vedados a la hora de establecer la agenda?
La casuística con sus implicaciones siempre es diferente; no hay escenarios iguales debido al peso del pasado y al tamaño de los actores. No es igual el impacto del anticastrismo, históricamente enquistado en la política norteamericana haciendo de Cuba un asunto doméstico, que los condicionantes del sector petrolero con respecto al caso venezolano.
Frente a sendos contenciosos, cuya importancia es notoria, la cuestión nicaragüense apenas si resulta relevante. No son semejantes las razones del presidente de Brasil, envuelto en un proceso electoral en el que quizá se juegue la cárcel, que las del oprobioso presidente de Guatemala con su permanente manipulación de la justicia. También son muy diferentes las preocupaciones del presidente de Estados Unidos, inmerso en una severa crisis económica y con un liderazgo enmarañado en la guerra del este europeo. En cuanto a México, sus lustros de introspección regional lastran un pasado inmediato que el actual presidente quiere recomponer con una renacida vocación americana.
Ante los fracasos anteriores y el turbio preámbulo de la próxima cumbre surge imperiosa la necesidad de construir una nueva lógica de interacción. En este sentido, cabe recordar lo ocurrido en 2007, en el marco de las Cumbres Iberoamericanas, cuando el muy poco edificante jefe del Estado español conminó al atrabiliario presidente de Venezuela a que se callara.
Este, que hacía uso de su libertad de expresión, había calificado de fascista al anterior jefe del gobierno español. El incidente tuvo su costado positivo: la libre interlocución en el seno de un foro donde nadie estaba proscrito. Si hoy se confrontan asuntos trágicos vinculados a la emigración, al desastre medioambiental y al crimen organizado que demandan colaboración transnacional, ¿no es el momento de abrir espacios de interlocución en los que quienes asistan estén sujetos al escrutinio ajeno?
Manuel Alcántara Profesor de Ciencia Política de la Universidad de Salamanca y de la UPB (Medellín). Últimos libros publicados (2020): “El oficio de político” (2ª ed., Tecnos, Madrid) y coeditado con Porfirio Cardona-Restrepo «Dilemas de la representación democrática» (Tirant lo Blanch, Colombia).
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