La violencia de los métodos de guerra empleados por Rusia en Ucrania nos retrotrae a una época que esperábamos que hubiera terminado en Europa. Hasta cierto punto, esto es así: no en la época de la «Gran Guerra patriótica» de 1941-1945, como a veces Putin nos quiere hacer creer cuando recurre a sus discursos sobre la «desnazificación», sino en 1991, en el momento de la caída de la URSS. Como no hemos mesurado el impacto de este acontecimiento, como no hemos hecho balance de lo que significaron para los pueblos afectados las décadas pasadas bajo aquel régimen, como las democracias occidentales no han tomado conciencia del sufrimiento acumulado, asistimos a un retorno a la historia, aturdidos por tanta crueldad procedente precisamente de ese pasado no resuelto.
Tras 1991 se pasó, con alivio, la página del comunismo en casi todos los continentes. Algunos disidentes que habían sacrificado su libertad para luchar contra el sistema pidieron un juicio de Nuremberg contra el comunismo, pero la idea fue rechazada por varias razones.
A diferencia del nazismo, el comunismo no fue derrotado por las armas en la Unión Soviética, sino que se derrumbó por sí mismo, víctima de sus contradicciones, del choque de sus promesas contra el muro de la realidad. ¿Quién podía juzgar en tales circunstancias, cuando los principales responsables, los leninistas de primera hora, los estalinistas de la época de la Guerra Fría, ya no estaban allí para rendir cuentas? La realpolitik exigía que los países liberados del comunismo no entraran en guerra civil, enfrentando a quienes habían disfrutado del sistema contra la mayoría de las víctimas. Se prefirió la estabilidad y el olvido a la justicia.
Otro factor, de índole moral, contribuyó a hacer olvidar esta historia: el comunismo sedujo a una gran parte del mundo, la ceguera fue inmensa y la complicidad intelectual, política y económica con él fue muy grande. Celebrar un juicio, aunque fuera simbólico, sobre sus fechorías, establecer el balance, recordar las innumerables víctimas, equivalía a juzgar ese comportamiento, lo que nadie deseaba.
Por último, al juzgar los crímenes comunistas, en particular los cometidos bajo Stalin, especialmente en los años 1930, se corría el riesgo de poner en tela de juicio la historia oficial de la Segunda Guerra Mundial, cuando, en nombre de la sagrada alianza contra el nazismo, los Aliados olvidaron voluntariamente los crímenes de su compañero de armas.
Vasily Grossman resumió esta amnesia en su conmovedora novela Vida y destino con esta desilusionada observación tras la victoria del Ejército Rojo en Stalingrado: «Ésta es la hora de su triunfo, escribe a propósito de Stalin. No sólo ha derrotado a su enemigo presente, ha vencido a su pasado. La hierba crecerá más espesa sobre las tumbas de 1930 en los pueblos. Las nieves y los hielos del círculo polar permanecerán en silencio». Este silencio sigue protegiendo, en parte, este pasado.
Cuando, en los años noventa, las nuevas autoridades de algunos antiguos países comunistas (Polonia, Rumania) quisieron purgar su aparato estatal de antiguos funcionarios del régimen -lo que algunos denominaron una «depuración»-, el proceso fue calificado de «caza de brujas» por quienes querían pasar página lo antes posible, tanto en el Este como en el Oeste. En ausencia de ese trabajo de memoria, antiguos cuadros comunistas se convirtieron en socialdemócratas sin tener que justificar sus carreras pasadas. Exagentes de la policía política emprendieron nuevas y honorables carreras. Aún recientemente, aparecían indicios de que el expresidente rumano Trian Basescu (2004-2014), por ejemplo, había sido informador de la Securitate de Ceausescu. Los países en cuestión nunca han salido realmente del comunismo, las viejas redes de poder, los viejos compromisos y los hábitos de corrupción han persistido, y las reconversiones precipitadas han obstaculizado los intentos de democratización.
La simpatía de la que se benefició Gorbachov en Occidente mientras intentaba salvar el sistema soviético en colapso a finales de los años ochenta no presagiaba precisamente una voluntad de hacer balance de las últimas décadas. Cuando su sucesor, Boris Yeltsin, disolvió el Partido Comunista soviético, pocos gobernantes de Occidente le felicitaron. Luego, la llegada al Kremlin de un antiguo oficial del KGB debería haber sido una advertencia. No se dijo nada contra esta terrible institución, que llevó a cabo la mayoría de los crímenes cometidos por el régimen soviético y que nunca ha mostrado el más mínimo arrepentimiento por su pasado criminal. Así pues, ¿cómo sorprenderse de que la violencia se haya convertido en el método de gobierno del nuevo dirigente? La Rusia de Putin ha adoptado los métodos de la antigua Unión Soviética menos la ideología marxista-leninista. Esta mutación tampoco ha preocupado mucho al resto del mundo.
Ucrania es la cuarta guerra de Putin en veinte años. Todos los métodos utilizados allí, ya sean militares o dirigidos contra civiles, son herencia de la violencia del Ejército Rojo, que tuvo su parte de responsabilidad en los crímenes de antaño.
El comunismo, que marcó el siglo XX, siempre se ha percibido de dos maneras: de forma idealizada, como una utopía generosa, o en su puesta en práctica, con un balance catastrófico. La una continúa escondiendo a la otra, el ideal oculta la realidad, lo que repercute en la apreciación general que se hace de esta historia. «Un hombre no es juzgado por lo que dice o piensa de sí mismo», decía Lenin, «sino por lo que hace». Si seguimos este consejo, es sobre la praxis del comunismo sobre lo que debemos juzgar.
La condena unánime del nazismo en Nuremberg excluyó definitivamente cualquier tentación de ese tipo. Ningún país, ningún dirigente puede ahora reivindicar aquel pasado maldito. La ausencia de un trabajo de memoria sobre el comunismo permite a algunos dirigentes seguir reivindicándolo; peor aún, alabar sus méritos, como en China. Putin no encontraría tanto apoyo en el mundo si este pasado, del que surgió, hubiera sido claramente denunciado. Al contrario, él encarna para muchos un espíritu de revancha contra ese Occidente cuyo contagio de valores tanto temen los aprendices de dictadores. ¿Debemos recordar la utilidad de la historia cuando permite extraer lecciones útiles para el futuro? De lo contrario, se corre el riesgo de verse obligado a un eterno retorno al pasado, como una pesadilla sin fin.
Artículo publicado en Le Figaro