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¿Por qué me castiga tanto?

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Pasan los años y las nubes se desplazan sin que sintamos molestia alguna al constatar que seguimos siendo los mismos seres humanos que vivieron, amaron y odiaron siglos atrás, adiestrados en violencias inagotables y armados con armas diseñadas para decapitar o mutilar a los enemigos del monarca o al adolescente que roba unas manzanas durante el gobierno del tiránico regente. De acuerdo con los apresurados pasos de la ciencia, las armas primitivas terminaron cargadas de pólvora o de perversiones químicas y electrónicas, pero todas cumpliendo la tarea que se les ha endilgado: invitar y agasajar a la muerte.

Algunos de aquellos caballeros medievales resultaron ser toscos y despiadados guerreros; otros, lograron reconocerse en el aroma de los prados y en las canciones al pie de la ventana de la mujer adorada.

Pero en la vida venezolana cualquiera que haya sido su tiempo jamás ha existido serenidad alguna. Mucho menos satisfacciones políticas. Hubo durante la Conquista gobernadores y capitanías generales que cometieron abusos contra los pobladores, crueldades y exterminios en las comunidades indígenas, maltratos a las mujeres, juicios de residencia generalmente desfavorables a los alcaldes y gobernadores; prisiones, multas. ¿Quién podía vivir en paz padeciendo semejantes martirios? Se creyó que con la época colonial todo iba a mejorar. ¡No fue así! Permanecen los ultrajes y humillaciones. Hay ahora condes, marqueses y gente de bien, pero hay inquisición, hay blancos nacidos en España o descendientes de conquistadores y encomenderos. Hay gracias al sacar. Hay pardos, mestizos, indios y negros, pero estos últimos huelen mal y obligan a los nobles a taparse la nariz. Hay esclavos. Y persiste el maltrato a la mujer.

Después se desencadena la guerra de Independencia que deja al país devastado, pero con las heroicidades de Simón Bolivar y sus huestes sobreviene un fracaso que hace que la muerte espere al Libertador en Santa Marta y se produzca una abundante cosecha de caudillos que se devorarán unos a otros a lo largo del siglo XIX; dos bochornosas dictaduras militares en el XX y en el presente un hambre rojo rojizo extendiéndose por todo el país.

Es para preguntar nuevamente: ¿es vivir en felicidad padeciendo sufrimientos de naturaleza tan salvaje y despiadada? A un país enfrentado permanentemente a vicisitudes y comportamientos violentos se le hace difícil y cuesta arriba avanzar y progresar con rapidez, seguridad y confianza en sí mismo.

En el portentoso Diccionario de Historia de Venezuela elaborado por la Fundación Polar, Nora Bustamante Luciani recuerda las palabras que Isaías Medina Angarita dirigía al Congreso, años tras años: «… que por su causa no había en Venezuela ni un exiliado, ni un preso político, ni un partido disuelto ni un periódico clausurado, ni una madre que derramara lágrimas por la detención ni el exilio de un hijo…” ¿Algún otro presidente se ha expresado de esta manera? Y sin embargo, Medina Angarita fue expulsado del país. Luego, una deplorable Unión Cívico-Militar inevitablemente reducida algo más tarde a la exclusiva presencia “militar” echó del país al primer civil elegido en elecciones libres y secretas: ¡Nada menos que a un escritor y cineasta llamado Rómulo Gallegos!

Escribí recientemente una triste crónica corroborando la muerte del país venezolano bajo el régimen narcomilitar y algunos lectores creyeron que era yo quien se estaba muriendo. Escribí que mi despensa estaba desnutrida y no se entendió que me refería a la despensa de cualquiera de nosotros. Acepto que debí decirlo de otro modo. Expresar, por ejemplo, esta verdad: “¡No me avergüenzo! Mi hijo Rházil en Caracas; Boris en Madrid y Valentina desde Los Ángeles cuidan de mí y mantienen mi despensa asegurada!” o esta otra: ”¡El país está muerto de hambre, pero gracias a Dios y a mis hijos yo estoy vivo y mi despensa no está tan desamparada!» ¡Y todos, incluyendo al odioso régimen militar, respiramos aliviados!

En todo caso, el país recuperará su salud política cuando prescinda del color rojo y comencemos a recuperarnos nosotros mismos; cuando aceptemos sin mostrar gestos airados y violentos que no vivimos en el siglo XXI sino muy atrás y que necesitamos de todas nuestras fuerzas para desintoxicarnos de la política; dejar los odios y rencores y vencer la persistente echonería de creernos los mejores del continente porque tuvimos a Bello y a Bolívar y fuimos campeones en el beisbol cuando le ganamos a los cubanos en los años cuarenta del siglo pasado. Quizás nos acostumbremos a leer libros de mayor nobleza y a educar mejor a nuestra gente. ¡Qué sabios seríamos si leyésemos bien cinco o seis libros famosos, fue una de las aspìraciones de Gustavo Flaubert!

El problema es que nunca llegaremos a acortar la enorme distancia económica y cultural que nos separa del primer mundo. La distancia  se hace cada vez más desmedida: los caudillos del siglo XIX, las dictaduras de Gómez y de Pérez Jiménez, las inconsistencias democráticas y la rojiza lluvia del Neardenthal que está convirtiendo al país en una ciénaga nos han alejado de los beneficios de la civilización.

¡Viajamos! Recorremos el mundo y nos asombramos por todo lo que vemos, pero regresamos al país venezolano y seguimos observando con pasmosa indiferencia el deterioro y los atrasos del país pobre y petrolero que aspira a una modernidad que no encuentra porque siempre habrá un mandatario del Neardenthal que lo impide.

Me considero moderno. Mi mente permanece abierta todo el tiempo. ¡Pero el país no lo es y no está para nada abierto al mundo! Los militares y un grupo de civiles despiadados lo mantienen cerrado, aislado, sin gasolina y sin telenovelas. Antes, bastaba con viajar por el interior del país y nos estremecíamos viendo los pueblos en agonía. Hoy es suficiente ver las ciudades para entender que ¡Dios se marchó del país y se llevó nuestra alegría de vivir! Lo que no logro entender es por qué nos castiga con tanta saña. Y me pregunto y también tú te lo preguntas: ¿Qué hemos hecho para merecer esta tinta roja que nos oscurece?

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