Luce como un contrasentido aborrecer a Hugo Chávez y desear el éxito o votar por el candidato republicano en las elecciones de Estados Unidos. Una buena parte de los migrantes venezolanos con derecho a voto en la gran nación del norte —grande en varios sentidos— lo harán por Donald Trump. Una porción más pequeña elegirá a Kamala Harris, aun cuando se admita que tampoco calza los puntos necesarios para ser la presidenta.
Unos y otros, los que apoyarán a Trump o lo rechazarán, tienen en común que reniegan del inacabado período chavista, con su acelerada degeneración madurista. Todos son huérfanos del mismo drama pero mientras se exige, y se lucha por, la vuelta a la democracia en estos lados, se relativiza la amenaza que el candidato republicano puede representar para la solidez de las instituciones estadounidenses, empezando, por nada menos que la fiabilidad del resultado electoral. El episodio del 6 de enero de 2021, el asalto al Capitolio cuando se certificaba la victoria de Joe Biden, tan a la usanza de nuestra historia latinoamericana compartida, pareciera tener escaso peso para decidir la opción electoral.
Trump, como Chávez antes, cultiva el encanto de la lucha antisistema. Contra esos poderes ocultos que dominan la política y la economía desde Washington y solo ofrecen migajas, por eso en el presente se trata de volver a hacer grande América, como en el nuestro se trató de recuperar la épica, y la moral, de los héroes bolivarianos. Polarizar, por tanto, es una consecuencia inmediata, junto a un discurso altisonante y descalificador. Es, por desgracia, un mal de muchos. En el Brasil de Jair Bolsonaro, en el Ecuador de Rafael Correa, lo practicó con gran éxito Andrés Manuel López Obrador y lo hace con enorme rédito Nayib Bukele. Sí, unos de izquierda y otros de derecha. Todos populistas.
El populismo es un invento latinoamericano, desde Perón o antes, reflotado a fines de siglo con personajes tan dispares como Fujimori o Chávez, que ha permeado en la primera democracia del mundo, con evidentes signos de erosión para alegría de los eternos enemigos del imperio que lo ven asomarse a su final. Varía el concepto sobre el fenómeno populista de acuerdo con los estudiosos del tema porque admite con generosidad los “aportes” de cada líder o caudillo. Es decir, son distintos pero parecen iguales.
Hay, de un lado a otro, palabras comunes: poder carismático, dosis de autoritarismo, centralización y nacionalismo, división fuera y dentro de su partido y un mensaje a los excluidos por esos poderes fácticos que les lleve a identificar a un enemigo interno, responsable de su infortunio. La anciana América blanca que no se termina de explicar su desplazamiento demográfico y cultural y, en la acera de enfrente, están los demócratas con su tinte socialista, aunque fue un presidente republicano hace siglo y medio quien abolió la esclavitud.
Los venezolanos llevan su rabia a cuestas, explicable, por lo demás. Pero mala consejera para las decisiones políticas. Quizás ya había rabia en 1998 y se votó como se votó. Cada quien es dueño libre de su decisión, principio esencial de la democracia por el cual siempre vale la pena perseverar. Ahora más que nunca porque es tiempo de declive democrático en el mundo globalizado.
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