OPINIÓN

¿Por qué estamos de malas, presidente?

por Jorge Castañeda Jorge Castañeda

Foto La Vanguardia – Cristina Rodríguez

No descarto, como insinúa Enrique Quintana, que el motivo de la histeria de López Obrador con Ricardo Anaya consiste en hacerlo candidato, creyendo que es el aspirante opositor más débil. El presidente tiene sus ideas electorales -en muchas ocasiones acertadas- y sabe que al engancharse con el excandidato panista lo transforma ipso facto en el puntero de la oposición. Pero hay otra posible explicación de los cuasidelirios presidenciales a propósito de Anaya.

Dicha explicación consiste en un simple hecho: las cosas no le han salido como quería, sobre todo estos últimos tres meses, y desquita su mal humor, frustración y desgano contra Anaya, que le cae gordo. No habría que buscarle mucho más.

Veamos. Después del mediocre resultado electoral de junio, vino la consulta desangelada de agosto. Luego, no se pudo lograr la legislación secundaria de la revocación de mandato con la Cámara de Diputados saliente, porque el bloque opositor se mantuvo intacto; aprobarla sin mayoría propia va a salir muy caro. Tampoco parece haber prosperado el intento golpista de conformar una megabancada de Morena en la Cámara baja. El caso Lozoya no avanza, o bien porque no existe, o bien porque la Fiscalía simplemente es incapaz de armarlo. Y el caso contra Anaya, para acabarla de fregar, es francamente ridículo, y aparece como tal a ojos de todos, incluyendo los malquerientes del queretano.

Todo esto, en lo tocante a asuntos de escasa importancia. Ni hablemos de los importantes. El regreso a clases se antoja contrario a los deseos de los padres de familia, y seguramente las encuestas de Palacio lo muestran. La pandemia o la tercera ola de covid no amaina, y el número de decesos en ciertos días se acerca a o supera los picos de enero de 2020 o de mayo de 2019. La violencia en el país, a tres años de la toma del poder (faltan tres meses para el tercer aniversario de la toma de posesión) no cede, aunque ya no se eleve como antes. Pero no se sabe si este estancamiento es producto del Covid y sus secuelas, y del cierre de la frontera con Estados Unidos (los narcos también padecen los efectos de la pandemia), o de que ya se estabilizó, en los niveles más altos de la historia moderna de México.

La economía ha vuelto a enfriarse, y el segundo semestre será  decepcionante, al igual que el año entrante. Ya no hay mucho que se pueda hacer al respecto: López Obrador no quiere endeudarse, ni siquiera con recursos baratos y sin condiciones, y no hay dinero en las arcas que pueda recanalizarse a inversión pública. La historia de crecimiento del sexenio ya está más o menos escrita, por lo menos en cuanto a su faceta optimista. Nunca se puede descartar una debacle económica en México, pero si se puede borrar la posibilidad de un auge.

Con Estados Unidos, los asuntos no se arreglan. Le piden a López Obrador que cierre los campamentos/hacinamientos de Reynosa y Tijuana, para evitar una oleada de migrantes hacia el norte; que vuelva a aceptar a decenas de miles de solicitantes centroamericanos, cubanos, haitianos y ecuatorianos de asilo; le mantienen cerrada la frontera, a pesar de las promesas que hizo, sin fundamento, la Cancillería; y se multiplican los frentes adicionales en la relación: fentanilo, sindicatos, reglas de origen de la industria automotriz, energía, etc.

Por último, la sucesión se enreda, como casi siempre en México. Los que había no sirven de mucho, y no crecen los nuevos, porque López Obrador es como la hiedra: no permite que nada florezca bajo su sombra. Habrá, obviamente, candidatura de consenso de Morena -nadie se atreverá a romper con él- pero con o sin Anaya, la contienda será muy cerrada. Las consecuencias para López Obrador de perder en 2024 no se limitan, desde luego, a ver esfumarse su cuarta transformación. El sabe lo difícil que ha sido proteger a Peña Nieto, y eso que había pacto desde tiempo atrás. Los posibles sucesores de la oposición no le guardan mucho afecto, y ahora que las intenciones de políticas públicas -privatizar a Pemex- son delictivas, todo se vale.

Se entiende entonces el mal humor presidencial, y sus ganas de desquitarse con Anaya, aunque haga unos osos monumentales todos los días. Cualquiera estaría de malas.