OPINIÓN

Por qué Donald Trump

por Antonio Sánchez García Antonio Sánchez García

Desde el 18 de octubre de 2019 he mantenido la firme convicción de que los luctuosos eventos protagonizados a partir de entonces, de forma perfectamente orquestada por grupos vandálicos de la izquierda chilena, que se saldaran con el incendio de numerosas estaciones y vagones del Metro de la capital y otras importantes ciudades del país, como Valparaíso y Concepción, no eran el producto espontáneo de sectores estudiantiles que se aprovechaban de un alza insignificante de las tarifas del transporte público para expresar su descontento por las políticas llevadas a cabo por el gobierno liberal de Sebastián Piñera en el sector docente. Una política en absoluto distinta a las llevadas a cabo por los anteriores gobiernos de Patricio Aylwin, Ricardo Lagos y Michelle Bachelet. Eran gobernantes “de la familia”. Ninguno de los cuales se enfrentó a un vandalismo político de tales dimensiones.

Las razones de tal radicalidad no eran internas, eran externas. Provenían de Caracas y La Habana, de Sao Paulo y de Puebla. Y como muy pronto quedaría de manifiesto, eran incluso financiadas con petrodólares de origen caraqueño. Incorporados al flujo de financiamiento del terrorismo internacional que azota a la región por la mano aviesa de Maduro, Lula, Cristina Kirchner o cualesquiera de los funcionarios de la Nomenklatura castrista. Incluso del castromadurismo español, que haciendo honor al apellido del hombre de sus finanzas, Monedero o Pedro Sánchez, no le ha hecho asco a embolsarse suculentos aportes de Caracas.

Era la respuesta previsible del aparato político cubano, que respondía así a los ataques de la oposición democrática venezolana contra la comprobada injerencia del castrismo en Venezuela, invadida por decenas de miles de soldados cubanos. Para acallar esas protestas e impedir que Cuba se convirtiera en un objetivo a ser enfrentado por las fuerzas democráticas en combinación con la lucha contra Maduro, el castrocomunismo decidió subir la apuesta y responder en grande.

Chile se prestaba al juego: está gobernado por fuerzas liberales y cuenta con un sólido establecimiento democrático, pero posee un aparato político marxista disciplinado, anclado en partidos tradicionales con fuerte presencia parlamentaria y fuerzas emergentes: el Partido Comunista, el Partido Socialista, el MIR y el llamado Frente Amplio. Fueron las que puestas en acción y financiadas desde Caracas y La Habana pusieron en jaque al establecimiento y lograron conmover la estabilidad institucional.

Contaba el castrocomunismo en esta cruzada de desestabillización regional, incluso hemisférica, con otro factor favorable al desencadenamiento de la crisis: el progresismo, ese disfraz de liberalismo y tolerancia con que el castrocomunismo ha sabido colarse en las filas de la intelectualidad occidental, penetrar en los consejos redaccionales de los medios impresos más importantes del planeta e incluso en las alturas de la Intelligentsia hollywoodense. Es el buenismo, la corrección política y la “bondad” con que se travisten las acciones que ya pusieron su blanco en Washington, firmemente asociados con el racismo negro. Organizado y financiado por Maduro, como dejan ver las fotos de algunas de las activistas del castrismo al asalto de la Casa Blanca con el tirano venezolano.

Es ir demasiado lejos y pretender algo impensable: creer posible y alcanzable fracturar el sistema de dominación norteamericano –primera potencia planetaria- y llevar a cabo una revolución marxista en el centro del capitalismo mundial. Suena descabellado: no lo es. Ricardo Lagos se negó a reconocer la injerencia cubano venezolana en la insurrección de octubre y prefirió atribuirla, en un estrambótico giro de racionalización, al “primermundismo” (sic) que el liberalismo ha impuesto en Chile desde l a revolución pinochetista. Las protestas se habrían debido a la elevación de las exigencias juveniles impulsadas por el progreso de la sociedad chilena. Esta insólita pero muy acomodaticia justificación seudosociológica le encantó a Vargas Llosa, que la repitió como loro: los jóvenes chilenos no protestan porque están mal, que no lo están: protestan porque quieren estar mejor.

Que un premio Nobel desconociera el nefasto influjo del castrocomunismo venecubano en una campaña de asalto hemisférico, confundiendo los efectos con las causas, es prueba de la perversión política en que puede incurrir el progresismo. La campaña presidencial norteamericana vuelve a poner sobre el tapete el nefasto influjo de la progresía occidental en nuestros destinos políticos. Aun teniendo perfecta conciencia de que el principal enemigo de la libertad y el progreso en nuestro hemisferio es el marxismo castrocomunista cubano, y de que el más grave error cometido por la Casa Blanca lo cometió el demócrata Barack Obama al someterse a los dictados del comunismo cubano, siendo la elección de Donald Trump uno de sus efectos indeseados, vuelve la progresía a alinearse en la contienda norteamericana del lado demócrata, prestándose a una feroz campaña anti-Trump.

Por lo visto nada les importa a Vargas Llosa y al progresismo iberoamericano que  Donald Trump haya sido el único político norteamericano que ha rechazado las desviaciones protofascistas y antidemocráticas del racismo de color, ni de que se haya expresado contra la tiranía venezolana y se haya mostrado favorable a una intervención por todos o cualesquiera de los medios para desalojar la dictadura que oprime a los venezolanos.  ¿Preferible Obama o la Clinton abrazándose en La Habana con el tirano Raúl Castro?

Por lo visto sigue rigiendo el principio einsteniano: solo el universo y la estupidez humana son infinitos.