OPINIÓN

Por las calles de Los Ángeles

por Rodolfo Izaguirre Rodolfo Izaguirre

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Mi hija Valentina y su adorable esposo Juan Delcan viven felizmente en Los Ángeles. Ellos son la firma V&J. Yo he estado allí con ellos y la he pasado requetebién en una hermosa zona y en una bella y espléndida casa, pero seguramente lejos de Wilshire Boulevard o de Road Drive o de Melrose Avenue, para no mencionar las calles que llevan nombres propios mexicanos. Lo digo porque en mi iPod veo a Arnold Schwarzenegger perseguido por un perverso e implacable ser del futuro en una de las avenidas más concurridas y en automóviles o en una moto que se desplaza a escalofriante velocidad chocando con camiones cargados de  combustible explosivo, pero estos dos seres del futuro emergen incólumes de los feroces obstáculos que van encontrando y continúan persiguiéndose sin piedad alguna. También descubro que en el bello y apacible valle de San Fernando hay bellas mansiones que son nidos de vampiros exterminados por un falso limpiador de piscinas y bajo su mando aparecen unos hoscos y rudos sujetos expertos en matanzas que utilizan rifles con balas de plata y ajo y lanzan mortíferas bombas también de ajo. Los vampiros de esta zona de Los Ángeles son seres de apariencia normal, bondadosas amas de casa o burócratas serviciales que al enojarse abren la boca de manera salvaje y ofrecen a la vista de sus exterminadores feroces colmillos. Estos vampiros californianos mueren nuevamente abaleados o decapitados con desmesurada violencia y sus colmillos son arrancados de sus fauces y comercializados en un lícito mercado de colmillos de vampiros cuyos precios oscilan y se valoran de acuerdo con la edad, raza y segmento social de los que sucumben por el ajo combinado con  la plata que viene a ser la criptonita enemiga de los numerosos Dráculas que andan alegremente por el día o por las noches sedientos de sangre porque son monstruos modernos que nada tienen que ver con la lejana tierra de los Cárpatos, se burlan de la inútil e ineficaz cruz de los católicos y disfrutan semidesnudos con el sol de California.

Los vampiros del valle de San Fernando que manejan el inglés norteamericano como idioma propio se diferencian de los de Transilvania porque poseen velocidades insólitas cuando deciden atacar a los humanos y adoptan formas grotescas y envejecen en cosa de segundos, se convierten en abominables monstruos de maldad, contorsionan sus cuerpos y dan saltos prodigiosos e inverosímiles cada vez que el disparo los alcanza y las habitaciones de la bella mansión donde se esconden queda reducida a escombros y los exterminadores todos ellos con barbas y aspectos rufianescos se dedican a arrancar el tesoro de los colmillos como si buscaran el marfil de los elefantes africanos en las inventadas selvas que conoció Tarzán, el hombre mono de Edgar Rice Burroughs.

Apenas llegan el encubierto agente o la justiciera mujer policía al lugar donde se reúnen los mafiosos de la droga, estos comienzan a caer abaleados, al igual que los Dráculas de San Fernando, pero son tantos y  mueren tan seguido que no atina uno a contarlos a medida que los agentes de la DEA o del FBI avanzan a paso de león apuntando con sus armas a sus víctimas que siguen cayendo como los mangos de mi casa.

Lamento que las veces que he permanecido en Los Ángeles nunca he presenciado las violentas persecuciones de automóviles disparando fuego de ametralladoras como veo en las películas que Netflix me ofrece y me atosiga desde el iPod. Autos a velocidad insostenible que avanzan cambiando constantemente de canal en túneles que no acaban nunca, sobre puentes muy altos, en autopistas o reventando obstáculos de todo volumen o naturaleza, disparando, ensangrentando a uno de los choferes y volcando el auto en catastróficas volteretas y explotando en el aire. O todo lo contrario: encontrar con asombrosa facilidad dónde y cómo estacionar el automóvil en alguna calle de la extensa ciudad porque, realmente, es difícil hacerlo. La municipalidad establece demasiadas prohibiciones Y solo por milagro encuentra el conductor dónde estacionar el automóvil. La entrada al museo, al espectáculo e incluso a la catedral (que al conocerla me pareció maravillosa y espectacular pero poco cercana a la espiritualidad que se supone debería tener) puede ser gratis pero el estacionamiento clava al usuario sumas seguramente más altas que el costo de la entrada si la hubiese. ¡Todo en Los Ángeles fascina porque sueña uno vivir en la violencia cinematográfica o mirar de pronto a Peg Entwistle, la frustrada actriz de teatro lanzarse suicida una y otra vez desde lo alto de la letra H de la ostentosa y célebre palabra Hollywood clavada en la ladera de una colina llamada Lee!