OPINIÓN

Por aquí anda Dios

por Carlos Canache Mata Carlos Canache Mata

Nota informativa: este artículo, que se explica por sí mismo, fue publicado en El Nacional (impreso) el 22 de diciembre de 1984, que reproduzco a petición de mi hijo Carlos Rafael, que entonces tenía cuatro años y medio de edad:

“La avioneta despegó desde La Carlota con destino a la isla de Margarita. En pleno apogeo de la campaña electoral –mediados de 1983– el viaje va teñido con la emoción política. Atrás quedó Caracas con sus calles embanderadas con colores de todos los partidos, con ruidos de voces que convocan adhesiones, con los nombres de los candidatos presidenciales flotando en los aires con el resplandor de la esperanza, con esa alegría cívica que parece estallar por todas partes cuando el pueblo se apresta a expresar su soberana voluntad.

Ya había recorrido casi todo el país, llevando el mensaje político de mi partido. Me correspondía ahora entregarle ese mensaje a los margariteños, quienes desde el mar se empinan a diario para buscar rumbos en la rosa de los vientos. Viajar a la isla fue un atractivo que no quisieron desperdiciar mi mujer y mis hijos. En Margarita hay cálido toque humano de gente buena, sal y olas que salen a nuestro encuentro, paisaje y cielos para admirar. Por eso, cuando allí se realiza una gira en campaña electoral, uno no sabe si está trabajando o si hace turismo sirviéndole a la política.

El menor de mis hijos –Carlos Rafael– apenas tenía cuatro años y medio cuando aquel día del año pasado la avioneta alzó vuelo desde el Aeropuerto de La Carlota. Su contento era grande al montarse por primera vez en un vehículo que hasta entonces le era desconocido. Se veía eufórico, resplandeciente de alegría, como pequeño protagonista de una hazaña que se deleitaba en estrenar. Reía como con una risa nueva, miraba como con unos ojos que no le cabían en la cara, hablaba como con unas palabras que salían como mariposas de su boca.

La avioneta devoró velozmente un largo tramo de la pista y ruidosamente levantó su cuerpo de pájaro frágil. Abajo se iban divisando el río que se desliza como culebra sucia, torres de edificios desafiantes, ranchos que trepan sus miserias en cerros arañados, pedazos de cordilleras que avanzan hacia la costa. Medianos sacudimienos hacían vibrátil el variado y contrastante escenario que desde lo alto veíamos desfilar.

Ya sobre el mar, tuvimos que traspasar un continuo y extendido techo de nubes. Era como perforar una sábana de espumas. Al entrar de nuevo en espacio despejado, Carlos Rafael, asomado a una ventanilla, vio hacia abajo las nubes, acostadas a sus pies, vio hacia arriba un sol encandilante que parecía cercano, creyó que estábamos viajando por las comarcas del cielo, y exclamó, dirigiéndose a nosotros: “¡Por aquí anda Dios!”. Fue como un candoroso arrebato imaginativo que testimoniaba su inconsciente inocencia, la poética ignorancia de su alma infantil, el sencillo encanto de una ocurrencia que nos llenó de gracia a quienes nos quiso impresionar con su noticia. Otra vez pegó su frente a la ventanilla y continuó su búsqueda divina, desentrañando recodos cósmicos, descifrando señales siderales, como diminuto astrónomo en trance de verificación de la hermosa aventura de la fe que comienza. Nada lo perturbaba. Ni las voces que celebraban lo que había dicho, ni el estrépito de los motores de la avioneta, ni el anuncio del piloto sobre el tiempo que nos faltaba para terminar el vuelo. A él solo le interesaba seguir persiguiendo a Dios en las alturas, tratar de verlo caminando en un rayo de sol, sorprenderlo recostado en cualquier pedazo del cielo que creía tener a la mano. Yo lo veía como una corta flecha disparada hacia el hallazgo maravilloso, como un pequeño leopardo de acecho de la sorpresa anhelada, como el comienzo de un relámpago empeñado en alumbrar incógnitas.

Pasa el tiempo. Faltan pocos minutos para el descenso final de la nave y volver a pisar tierra. Carlos Rafael, con sus ojos todavía asombrados, tal vez piensa que regresa de otro mundo. Cuando la avioneta bajaba, él parecía aún deslumbrado por la ilusión, envuelto en un halo de transparente pureza, nimbado por la magia inédita de un descubrimiento inesperado. Bajar del cielo a la tierra es una epopeya que solo se da en una mente infantil. Buscar a Dios en los espacios en donde moran las estrellas es faena con la que solo sueñan los que ―como un niño― tienen limpio el corazón. Carlos Rafael tocó de nuevo suelo y vio hacia arriba al cielo como si fuera un solar que acabara de abandonar, como si fuera una pradera azul que viniera de explorar, como si fuera la estación recién visitada de un viaje que se ha de repetir.

Pancartas y gritos llenan el aire. Centenares de personas alzan banderas proclamando la militancia política común. En la tierra se persigue como a una diosa la victoria electoral. Aunque no me lo dijo, tal vez mi pequeño hijo pensó que por ser tan bueno Dios, no se necesitan elecciones en el cielo”.