Desprecio la palabra «populismo». Cuando te gustan (¿Tsipras en Grecia o Podemos en España quizás?) son «populares». Cuando te disgustan son «populistas» (¿Trump? ¿Orbán? ¿Netanyahu?). Como salta a la vista, el uso de este perezoso término no sólo pone juntos a personalidades y regímenes que son muy diferentes, sino que, lo que es más insidioso, desplaza el foco y la «culpa» hacia los líderes de estos países y regímenes. Así, podemos evitar la incómoda verdad de que estos líderes están en el poder y permanecen en él –a menudo con mayorías reforzadas– gracias a elecciones democráticas legítimas: el problema es Orbán, no los millones de húngaros que le votaron libremente. El problema es Meloni, no los millones de italianos que la votaron libremente para llegar al poder, etcétera.
Al llamarlos «populistas», ¿qué estamos diciendo de su electorado?, ¿que son tontos, estúpidos? –volviendo a ese viejo y ocioso tropo marxista de la «falsa conciencia». Si solo lo hubieran entendido, no habrían votado a esos dirigentes. Y de esta manera también podemos evitar una pregunta incómoda y urgente: ¿qué les ha pasado a millones y millones de europeos –en Francia (Le Pen ganó las últimas elecciones al Parlamento Europeo y estuvo a un suspiro de hacerse con la Presidencia francesa), en Italia, en Polonia y en otros lugares– que parecen haber dado la espalda a la democracia liberal tradicional? No se equivoque: no se han convertido todos de la noche a la mañana en «fascistas». No, en cierto modo nuestra tan preciada democracia liberal ha traicionado a grandes franjas del electorado europeo. Y en ese vacío entraron los llamados «populistas».
La explicación más común que se ofrece a la desafección con la democracia liberal es económica: la distribución desigual de los desiertos de una economía globalizada. Hay algo de verdad en esta explicación, pero no puede ser toda la verdad. En primer lugar, el campo de los desafectos no está compuesto únicamente, ni siquiera principalmente, por los desfavorecidos económicamente. Pero a un nivel más profundo se trata de una explicación materialista que reduce a la persona humana a un «homo economicus«. Sin embargo, no sólo de pan vive el hombre. La desafección hunde sus raíces, también, en lo que sólo puede calificarse de crisis espiritual.
¿Cuál es la «santísima trinidad» de nuestra religión cívica europea común, los valores en los que todos podemos estar de acuerdo y estimar? La democracia (en el sentido de elecciones libres y justas), los derechos humanos y el Estado de derecho. Por muy importantes que sean –y de hecho son cruciales e indispensables– también están «vacíos». La democracia es una tecnología de gobierno, pero no da ninguna indicación sobre cómo gobernar. Una democracia de personas crueles e injustas será una democracia cruel e injusta. Los derechos humanos garantizan nuestras libertades, pero no nos orientan sobre cómo ejercerlas. Puedo utilizar mi libertad de expresión para ofender, insultar y faltar al respeto. Y mientras la ley no viole los derechos humanos puede ser injusta y peor. Así pues, la estructura de la democracia liberal proporciona un marco esencial, pero también deja un vacío espiritual.
En el pasado, un pasado al que ciertamente no deseamos volver, este vacío fue llenado por versiones del grito de batalla de Mussolini: «¡Patria, familia, Iglesia!». Hoy en día el «patriotismo» es una palabrota y es comprensible dado nuestro pasado, sobre todo en este país. No tiene por qué ser así. El patriotismo puede ser, también, una disciplina de amor al prójimo, a la propia sociedad y tiene una noble versión republicana: usted no pertenece al Estado. El Estado le pertenece a usted.
La «familia» que Mussolini y los de su calaña favorecían era patriarcal, con roles de género fijos y degradantes. No es sorprendente que haya desaparecido de facto. ¿Pero sustituida por qué? Y en cuanto a la Iglesia, la gente ha hablado con los pies: las iglesias están vacías. Menos de 7% de los franceses asisten a misa, y las cifras son del mismo orden en la mayoría de los demás países europeos. Aunque yo mismo soy una persona religiosa, no juzgo a la gente por su fe: conozco a muchas personas religiosas que son monstruos humanos y a ateos empedernidos que son nobles. Esto, por tanto, no es una llamada a la evangelización. Pero como sociedad hemos perdido algo precioso con la rápida secularización. La omnipresente voz pública que insiste en los deberes y responsabilidades individuales. En la iglesia, el sacerdote nunca habla de derechos, sólo de deberes. En nuestra cultura política y social de los derechos, esa voz prácticamente ha desaparecido. ¿Se imagina a un político europeo intentando emular el famoso discurso de Kennedy de los años sesenta: «No preguntes qué puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tú por tu país»? Una receta segura para la pérdida electoral.
Es en este vacío donde han entrado los llamados líderes populistas y, ‘mirabile dictu’, con mensajes que en cierto modo parecen una versión calenturienta del «Patria, familia, Iglesia». ¿No le gusta? A mí tampoco. Pero, ¿qué han ofrecido como alternativa los partidos tradicionales, ya sean socialistas o de la democracia cristiana? El único juego al que juegan es el de los impuestos, el gasto, la redistribución… de vuelta al «homo economicus«. El resultado de todo esto es que un número cada vez mayor de nuestras sociedades son testigos de profundas y superpuestas escisiones sociales, políticas e ideológicas. Hemos entrado en la era de la polarización.
Nos preocupa, y con razón, lo que se denomina «deslizamiento democrático» hacia regímenes autoritarios. Una nueva forma de despotismo que no se apoya en las armas, las cárceles y el exilio, sino que utiliza hábilmente las propias instituciones de la democracia y la ley para gobernar. Pero la amenaza más profunda y a largo plazo para la democracia es el resultado de la polarización. ¿Por qué?
Por extraño que parezca, la teoría democrática no lo tiene fácil para explicar uno de los axiomas mismos de la democracia: la mayoría puede imponer su voluntad a la minoría (sin perjuicio de la protección de los derechos fundamentales). ¿Por qué debería ser así? La mayoría puede ser estúpida, malvada, equivocada o las tres cosas a la vez. No es fácil responder a esta pregunta. Sea como fuere, toda la teoría democrática coincide en una proposición: el derecho democrático axiomático de la mayoría a gobernar sobre la minoría sólo existe dentro de un «demos». La palabra «demos» en democracia no es léxica, es ontológica. Intente decir, por ejemplo, a los daneses que se unan a Alemania disfrutando de todos los derechos –votar y ser elegidos– que garantiza la democracia alemana. La respuesta inevitable será «Gracias, pero no, gracias. Somos daneses. Queremos gobernarnos a nosotros mismos, no ser gobernados por alemanes».
En algunas sociedades (todavía no en España) la polarización es tan profunda que el propio «demos» se está haciendo añicos. Ya no se trata de «yo soy de izquierdas y tú eres de derechas, y que decidan las urnas». Se ha convertido en «usted no es un verdadero estadounidense, un verdadero polaco, un verdadero israelí: es un traidor a nuestro pueblo». Y cuando el «demos» se hace añicos, con él se evapora la condición misma de la democracia.
Artículo publicado en el diario ABC de España