El populismo, el autoritarismo y la ideologización se extienden como fuego en la pradera seca de la política global. En el caso de América Latina, existen indudables problemas que sirven de terreno abonado a ese fenómeno, tales como la pobreza, la injusta distribución del ingreso y la falta de oportunidades laborales, pero también es cierto que los regímenes autoritarios o populistas, especialmente los de izquierda radical, han terminado de agravar tales problemas, como queda evidenciado en los casos de Cuba, Nicaragua y Venezuela, solo por señalar algunos.
El populismo es concebido por el politólogo Andrés Malamud, de la Universidad de Lisboa, así:
“El populismo promueve la relación directa entre el líder y las masas. Para eludir los parlamentos y los partidos, los líderes populistas construyen una antinomia y se paran del lado del pueblo. El nombre genérico del populismo es maniqueísmo”.
“La proliferación mundial de populistas y nacionalistas se muestra como la revancha de la democracia contra las élites globalizadas; el nacionalismo, la del Estado nacional contra la libre circulación de capitales y personas. Populismo y nacionalismo prometen protección contra el terrorismo, contra los inmigrantes, contra las multinacionales, contra el establishment. Para todos los problemas, el proteccionismo es la respuesta clara, simple y equivocada”.
El fenómeno populista está presente no solo en gobiernos de izquierda en América Latina, cuyo dominio se ha extendido, sino en El Salvador de Bukele, quien mantiene una alta popularidad gracias a la lucha contra las pandillas; en Argentina sobre la base de subsidios insostenibles; en Estados Unidos con los mensajes polarizantes de Trump; en Hungría con el ultranacionalismo derechista de Victor Orban, quien paradójicamente coquetea con Putin; en las variopintas tendencias en la Italia de Giorgia Meloni, Berlusconi, Mateo Salvini o Beppe Grillo; todo ello sin olvidar a Mateusz Morawicki en Polonia, a los partidos radicales o independentistas que integran la coalición de gobierno de Pedro Sánchez en España, al absolutismo imperial de Vladimir Putin en Rusia, o las corrientes de extrema derecha encarnadas por Marine Le Pen en Francia, por solo citar algunas.
Habrá ahora que evaluar el balance de los primeros 100 días del gobierno izquierdista de Gustavo Petro en Colombia, caracterizados por alta controversia y preocupaciones; los tropiezos de Gabriel Boric en Chile, quien fracasó en el intento de aprobar una Constitución que habría sido calamitosa para ese país; en Argentina, por el caos económico y la pugna entre el presidente Alberto Fernández y la vicepresidente Cristina Fernández; en Brasil, donde Lula da Silva logró un estrecho triunfo en los recientes comicios, bajo un crispado ambiente político; o en Perú, que vive una grave crisis de gobernabilidad bajo el fracasado gobierno de Pedro Castillo, quien lleva el tristemente célebre récord de 7 gabinetes y 70 ministros en poco más de un año.
El fenómeno del populismo está hoy acompañado de una manifiesta crisis de liderazgo prevaleciente en importantes países del mundo, teniendo como notorio ejemplo al Reino Unido, donde el gobernante Partido Conservador ha sido protagonista del insólito escenario de cinco primeros ministros en los últimos cuatro años, con David Cameron, Theresa May, Boris Johnson, la breve Liz Truss, hasta llegar al actual Rishi Sunak, primer líder de ancestros indios cercanos. En el ámbito cercano, la polarización se exacerba en Estados Unidos, donde el Partido Republicano no logró la “marea roja” a que aspiraba en las elecciones de medio término, dejando lesionado el liderazgo de Trump, a quien le han surgido rivales, amén de las causas pendientes con la justicia.
Al panorama político descrito se añade otro factor sensible: la guerra cultural aupada por la llamada internacional progresista, bajo el liderazgo principal de Bernie Sanders, Georges Soros y el Foro de Sao Paulo, la cual pugna por desdibujar los valores fundamentales de nuestra sociedad, bajo una concepción fundamentalista de la ideología de género y del feminismo; la flexibilización total de la práctica del aborto; la adopción de niños por parejas de un mismo sexo o la plena libertad para el cambio de sexo a través de las llamadas “leyes trans”, que incluyen a menores; la infiltración de la educación y la toma de las instituciones de la sociedad civil; la reescritura de la historia en favor de concepciones marxistas o de lucha de clases; el ambientalismo como una bandera ideológica; el relativismo; un laicismo que busca debilitar la religiosidad y los valores cristianos en nuestros pueblos; la manipulación de los movimientos indigenistas con prebendas o derechos que tienen con prevalencia sobre los del resto de los ciudadanos; o la campaña deliberada para exacerbar la leyenda negra sobre la conquista en América, con el propósito de alejarnos de los vínculos con España, desconociendo que pese a innegables abusos hubo un legado, y que el Nuevo Mundo surgió de una importante fusión de culturas, para así afectar el espíritu de armonía y cooperación que debe prevalecer en el espacio iberoamericano. Algunos de estos aspectos han sido analizados en el libro publicado recientemente por el venezolano Alejandro Peña Esclusa, titulado La guerra cultural del Foro de Sao Paulo, el cual ha logrado amplia difusión internacional y la traducción a por lo menos cuatro idiomas.
Para algunos analistas, el mundo está cayendo en un cambio que descansa en la transformación de los pilares mismos que sostienen a nuestras sociedades. Se trata de un posmodernismo centrado en el marxismo cultural, que es aupado por organismos internacionales, entre ellos la ONU; organizaciones no gubernamentales, instituciones académicas, gremios o partidos políticos. No es otra cosa que la recreación de la teoría de Gramsci de la transformación del marxismo a través de un cambio de estrategias políticas basadas en la guerra cultural, como medio para cambiar los valores de Occidente desde adentro, es decir, desde las entrañas mismas de los medios de comunicación, universidades, colegios, gremios u organizaciones empresariales, sindicales y de maestros, iglesias religiosas, culturales o de historia, las cuales deben según eso ser penetradas sostenidamente con pensadores socialistas.
Es eso lo que está ocurriendo en el planeta y en nuestra región, bajo la mirada algo indiferente de quienes creemos en la necesidad de salvaguardar los pilares de la civilización occidental, de orígenes judeo-cristianos, ante la arremetida de fuerzas exógenas, que se suman al crecimiento que viene experimentando la cultura islámica, que no es per sé reprobable, sino que está contribuyendo al mismo tiempo al cambio “epocal” que se percibe especialmente en el continente europeo.
En suma, en momentos de tanta turbulencia y trascendencia en lo cultural, político e histórico, no hay margen para la pasividad. Cada quien tiene la responsabilidad de contribuir a preservar los valores fundacionales e ineludibles de nuestras sociedades, como son la democracia, la libertad, la dignidad del hombre, la espiritualidad, y evitar que en manos del populismo y de la filosofía gramsciana de penetración cultural sembrada en forma cuidadosa y persistente desde dentro de las instituciones, terminemos sucumbiendo en un posmodernismo de corte autoritario, marxista o populista, que ofrecería un panorama fatal para el mundo, en especial para las nuevas generaciones.
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