Karl Popper murió en Londres en 1994. Tres décadas después de su desaparición, merece la pena recordar hoy su defensa de la democracia liberal. El profesor de origen austriaco acuñó el concepto de «sociedad abierta», que definía un modelo político con división de poderes, derechos civiles y elecciones libres. Popper creía que la libertad sólo podía ejercitarse en sistemas parlamentarios que propiciaran la alternancia y el debate de ideas.
Popper estudió y leyó a Hegel, cuya obra valoró como una legitimación del poder absoluto, siguiendo la tradición filosófica de Platón. Lo que veía en el autor de la Fenomenología del Espíritu es que su exaltación de la razón como motor de la Historia lleva a la justificación del totalitarismo. Cuando uno está en posesión de la verdad, está legitimado para imponérsela a los demás. Popper hacía extensiva la filosofía de Hegel a Marx, que desplazó la razón para colocar la lucha de clases en el centro de su sistema.
Subrayaba que quienes quieren imponer una idea porque la consideran evidente, acaban por implantar un régimen totalitario en el que la libertad queda anulada en nombre de unas verdades abstractas, sea la nación, el progreso, la raza o la religión. Hegel llevó hasta sus últimas consecuencias esa concepción al concluir que todo lo real es racional, lo que significa una legitimación del poder y una negación de la posibilidad de rebelarse contra el orden establecido. El individuo debe plegarse a un interés superior y someterse al Estado, por encima de la libertad y de la conciencia.
Afortunadamente, el fascismo y el comunismo son ya un vestigio histórico, una pesadilla de la que nos hemos liberado. La democracia liberal es hoy aceptada como el menos malo de los regímenes posibles. Y nadie discute el derecho del individuo a pensar como quiera. Hay, sin embargo, algunos signos inquietantes de que la concepción popperiana está siendo amenazada por ideologías populistas, por los nacionalismos y por la tiranía de lo políticamente correcto, que tienen en común la negación de la autonomía individual y el sometimiento a lo identitario. Crece el miedo a la libertad del que ya hablaba Erich Fromm.
Esto es visible en la vida política nacional, trufada de cainismo y de eslóganes y dominada por una dialéctica del amigo-enemigo. Cada vez es más difícil pensar con matices y analizar la realidad sin banderías ni dogmatismos. Ya vemos cómo Sánchez se atreve a dividir a los españoles en buenos y malos, a otorgar cartas de demócrata y a señalar a jueces y periodistas.
Hegel va ganando terreno y Popper lo va perdiendo en un mundo donde los matices son desdeñados, los debates han sido sustituidos por las consignas y en el que las sociedades abiertas son repudiadas por los fanáticos.
Artículo publicado en el diario ABC de España