Érase una vez en Venezuela una izquierda en la cual habitaron muchos de los líderes políticos más completos de la contemporaneidad venezolana. Como pienso que nadie sensato debiera llamar izquierda a esta atroz dictadura que ha destruido el país y, de otra parte, las organizaciones de esa orientación que conocieron en el pasado una cierta ventura, nada mayúscula, se han minimizado o desaparecido, se podría decir con certeza que la izquierda no tiene presencia significativa en el país. De manera que volver la vista atrás es casi un deber para los que le anhelan o fantasean con un futuro en democracia real y con una repartición igualitaria de los bienes terrenales y espirituales que ayer y hoy han sido tan miserablemente distribuidos entre nosotros. En ese pasado muchas fueron las equivocaciones, la lucha armada o el sovietismo, por ejemplo, pero hubo esas figuras egregias que dieron todo por la causa popular y encarnaron los más altos valores de la polis. Tienen mucho que enseñarnos y no fueron pocos y lo hicieron de muchas maneras, hasta dar la vida misma. Aquí solo hablaremos de un ejemplo: Pompeyo Márquez, que está de centenario.
Más de una vez he dicho que no me gustan los homenajes simplemente “celebrativos”, por repetitivos y cursis (Cortázar) y no tengo espacio para referir algo aunque sea mínimamente riguroso sobre esa vida de más de ochenta años de incesante militancia y de lugares muy destacados en nuestra historia. Voy a ser más sencillo.
Comentar al menos tres recuerdos que dejaron huellas en mí y que me vienen, entre muchos, al azar de la memoria y que indican algunas de las virtudes esenciales de Pompeyo.
La honestidad. Ya muy anciano tuvo una atormentante crisis económica, que al fin y al cabo el amor familiar y la amistad terminaron por aliviar. Pompeyo era muy querido, porque él quería mucho y era optimista y tolerante. Una vez yo le pregunté por la causa de esas penurias, habiendo ocupado cargos distinguidos. Meditó un rato y me dijo: la mayoría de mis compañeros tienen ahorros para una vida tranquila, pero yo creo que siempre tuve tanto que hacer que se me olvidó que también debemos esforzarnos para enfrentar la vejez. No olvido ese olvido, ahora que soy viejo jubilado de la UCV.
La tenacidad. Desde niño empezó a echar vaina y, de paso, a caer preso. Estuvo muchos años en prisiones, hoy aquí y mañana allá. Pero la feroz Seguridad Nacional de Pérez Jiménez no pudo arrestar a ese buscado secretario general del PCV, Santos Yormes, a pesar de que hizo todos los esfuerzos y el sujeto andaba escondido con mujer e hijos. Y se escapó del San Carlos en una prodigiosa aventura fílmica, ya legendaria. Todo lo hacía en serio. Por allá por los cuarenta, con Gustavo Machado, prácticamente solos, escribían Tribuna Popular. Y ya muy enfermo, cuando ni su vista ni sus manos funcionaban bien le dictaba sus artículos a su hijo, fiel a un principio que me dijo una vez: “El columnista no debe fallar nunca”. Yo he tratado de imitarlo y lo recomiendo por ahí. Es una simpleza mágica.
La alegría. Padeció una enfermedad maldita que lo fue inmovilizando y sometiendo a verdaderos tormentos. Pero visitarlo era una fiesta, estaba al día –entre otras cosas porque visitarlo se convirtió en un rito para toda la dirigencia opositora-. Además, leía contra muchas dificultades, su alma podía más que su cuerpo, prensa, clásicos y libros de actualidad, como había hecho siempre. Y estaba lúcido y dispuesto a la conversa, a la risa, al afecto. Justo hasta su último viaje. Yo soy más bien hipocondríaco y tristón metafísicamente, por eso me ayuda mucho tanto evocar su temple de concreto.
Podría seguir, fueron decenios de cercanía. Lo de arriba lo dictó el azar, sí, pero también el deber del columnista que me enseñaste, tengo un gripón, viejo querido.