El secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, está empapado de los asuntos venezolanos. Los ha tomado como una de sus prioridades por órdenes del presidente Trump y no ha cejado en el empeño. El asunto venezolano forma parte de su rutina y es habitual que incluya nuestra tragedia en sus declaraciones. En las citas que sostiene con funcionarios de otros gobiernos de Europa y América Latina, y con el Grupo de Lima, ha sido constante su interés por lo que aquí sucede. De allí que, debido a los múltiples datos que debe manejar, a través de fuentes que suministran informaciones dignas de atención, debemos considerar con cuidado las declaraciones que nos incumben.
Hace poco Pompeo hizo un diagnóstico de la oposición enfrentada al usurpador, que no debe pasar inadvertido. Se refirió a la desunión de las fuerzas que la integran como un rasgo de heterogeneidad y de indiscutible debilidad que quiso colocar en primera plana. El funcionario no solo ha recibido informes sobre las diferencias internas del grupo opositor, sino que ha podido verificarlas a través de conversaciones con sus personeros. De allí que pueda internarse en un panorama del cual puede captar los pormenores para llegar a conclusiones alarmantes. No está divagando, no está diciendo tonterías, sino todo lo contrario.
Ha llegado a referirse a un elenco de unos cuarenta políticos que aspiran a la sucesión del usurpador y que están dispuestos a llegar a su meta a toda costa. Aparte de que provoca perplejidad, pero también risa, el hecho de que estén peleando por una quimera remota, por una función que no está en un panorama que se examine con racionalidad, que se observe con los pies sobre la tierra, remite a una situación de irresponsabilidad y de superficialidad a través de la cual se explica que el usurpador se sienta seguro en su trono. Mientras ocurre una pugna para saber quién se queda con la botella vacía, el continuismo no solo puede sortear los infinitos inconvenientes que lo rodean, sino también navegar con placidez hacia el objetivo de su permanencia.
También ve en Guaidó al garante de la unidad, al único factor de importancia que puede impedir una fragmentación mayor de las fuerzas de oposición, pero su mirada no parece entusiasta. Pompeo ve al presidente encargado como una esperanza, pero no como una garantía sólida. Lo siente como un dique que puede dejar de cumplir su trabajo de contención si los aspirantes a un poder ubicado en la estratosfera se empeñan en aferrarse a la escalera que los eleve sin considerar la enormidad y la estupidez de su intento, sin percatarse del daño que causan a la cruzada orientada a salir del usurpador.
Es probable que Pompeo no esté diciendo nada nuevo, que sus afirmaciones las hayamos intentado a solas o con los amigos ante sucesos sin sostén como el “levantamiento” de La Carlota, o como el viaje a Noruega hecho sin conocimiento de líderes fundamentales de nuestra orilla, o como lo que dicen los seguidores desbocados de ciertos dirigentes en las redes sociales. Dada la trascendencia de su opinión, no en balde mira a Venezuela desde una privilegiada atalaya, ahora nos mete en la nuez de un entuerto esencial frente al cual se quedan cortos los que muchos hemos observado desde lejos, y la importancia que hemos concedido al liderazgo de Guaidó.
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