En marzo de 1996 comenzaba mi segundo seminario de doctorado en Historia en la Universidad Católica Andrés Bello bajo la dirección de la doctora Susan Berglund. Solo lo cursábamos dos estudiantes y el seminario era sobre Historia Social. La profesora nos propuso estudiar la figura de los jefes civiles durante el gomecismo (1908-1935) como el último eslabón de la cadena del poder; es decir, el contacto directo con la sociedad civil. De esa manera nos podríamos aproximar a los orígenes de dicho sector en Venezuela.
En virtud de mis intereses en los campos de la antropología y la etnohistoria (especialidad en la que iba a hacer mi tesis), quise buscar un ejemplo que me permitiera explorar hasta qué punto el control político podía envolver un control cultural. Así, pues, en un primer momento me planteé seleccionar posibles tensiones entre jefes civiles y aldeas indígenas. Lamentablemente, dado el corto lapso del seminario, no me era posible trasladarme a zonas indígenas y poder hurgar en archivos locales y regionales. Adicionalmente, cosa que alarmó un poco a mi profesora en su momento, quería emplear no solo datos documentales (fueran de archivo o fuentes publicadas) sino también hacer trabajo de campo para recolectar testimonios orales y, dada mi formación de pregrado en la carrera de Letras, deseaba como un reto metodológico emplear las obras literarias, debidamente ponderadas, como fuentes históricas complementarias, en este caso sobre los jefes civiles y el imaginario en torno a ellos. El plato estaba servido para el escándalo de mi profesora: un estudiante díscolo del doctorado en Historia que iba a trabajar con testimonios orales y otros provenientes de la ficción literaria.
No logré conseguir de manera expedita datos sobre enfrentamientos entre jefes civiles y comunidades indígenas. Hasta ese momento, mi principal experiencia con pueblos indígenas había sido con kari’ñas de la Mesa de Guanipa y del sur del estado Anzoátegui y de la banda sur del Orinoco, entre Ciudad Bolívar y Maripa. También había trabajado con indígenas del estado Amazonas y, aunque en menor grado, del municipio Cedeño del estado Bolívar. Intenté buscar información en Bolívar y en Apure, pero mi olfato de investigador en formación me hacía pensar que era mejor abandonar el proyecto de trabajar con indígenas para ese seminario.
En razón del tiempo y las facilidades logísticas, debía volcarme hacia otros grupos sociales. Entonces recordé algunos testimonios de historia oral transmitidos por mi familia materna proveniente del sur de Aragua, pero no tenía datos consistentes y el tiempo apremiaba. Además no estaba presente el componente cultural que tanto me interesaba. Intenté lo mismo en Los Altos, en el estado Miranda, de donde es oriunda mi familia paterna y donde siempre he residido. Una vez más tampoco obtuve suficientes datos además de la ausencia del criterio cultural.
Pensé, pues, en Barlovento, principal enclave afrodescendiente en Venezuela. Buscando y buscando, hallé en un trabajo de Juan Pablo Sojo, publicado en ese hermoso libro que es El estado Miranda. Sus tierras y sus hombres (Caracas, Banco Miranda, 1959), el dato de que en Caucagua (municipio Acevedo, estado Miranda), hacia 1922, había habido un caso de brujería. El jefe civil del entonces distrito se había tenido que enfrentar contra las implicadas, pues todas eran mujeres. De inmediato sentí que se me abría una gran rendija y que por allí podía enfocar mi trabajo.
Gracias a una familia amiga, oriunda de Caucagua, pude reunirme en Los Teques con quien sería mi primera informante. La abuelita de mis amigos era una señora a la sazón septuagenaria, nativa de Caucagua y allí residente, aunque de visita en la casa de sus nietos. Recordaba haber escuchado a sus parientes, siendo ella entonces muy niña, hablar del caso que refería Sojo. Esa fue la primera persona a quien entrevisté y aquella conversación inicial me llenó de un gran regocijo. Lo que señalaba Sojo se correspondía con el testimonio proporcionado por esta dama, de tez muy blanca. Unos días después ya estaba visitando Caucagua, acompañado de mi madre, que en paz descanse, y quien como profesora y amante de la historia fue mi gran maestra. Traté de identificar potenciales informantes y evaluar las facilidades de consultar archivos locales, tanto en el concejo municipal como en la parroquia.
La posibilidad de trabajar con poblaciones afrodescendientes me emocionaba. Siendo adolescente había disfrutado de los cuentos de mujeres negras en Boca de Aroa (estado Falcón) y en 1977, después de asistir a la obra Malabí Maticú Lambí de la agrupación Teatro Negro de Barlovento, en el Liceo San José de Los Teques, donde estudiaba tercer año de bachillerato (Ciclo Básico Común, como entonces se denominaba), me motivé a hacer un curso sobre culturas afrovenezolanas que, si mal no recuerdo, ofrecía la Biblioteca Nacional. Aunque mi padre me dio el dinero para inscribirme, lo perdí en un descuido juvenil y de esa manera se frustró mi curso. Posteriormente había tenido varios encuentros con lo afroamericano en Venezuela, en especial a través de la obra de Sojo y de mi relación con la doctora Angelina Pollak-Eltz, experta en esa área, quien fue gran amiga desde los días de la Escuela de Letras y mi profesora en la maestría en Historia en la Universidad Católica Andrés Bello, y con mi colega la doctora Berta Pérez del Centro de Antropología del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas.
En uno de mis viajes a Caucagua, tras conocer informantes o colaboradoras femeninas de avanzada edad, me percaté de un problema de género. Mi condición de hombre mediatizaba un poco la relación, como ya había sentido en anteriores trabajos de campo con indígenas. En una siguiente visita, acompañado por mi eterna gran amiga y colega Marielena Mestas Pérez, gracias a su presencia, la conexión con las informantes fue cada vez más exitosa. Al incorporarse como coinvestigadora, aumentaron los niveles de confianza y la información fluyó más fácilmente.
Muchos informantes se negaban a proporcionar datos, pues parientes cercanos estaban involucrados en el caso y ello era un obstáculo de primer orden. En realidad, según pude reconstruir, el asunto se trató de que, hacia 1922, unas mujeres empezaron a elaborar unas papeletas con un polvo ofrecido en venta como filtro para sujetar a los maridos y ponerlos “bobos”. El polvo lo hacían con huesos humanos. Se comentaba que habían comprado parte del cadáver de un hombre asesinado por Merecure, un sitio cercano a Caucagua, en la vía a Capaya. También se hablaba de que algunos huesos habían sido desenterrados del cementerio de la población. Se pensaba que el polvo podía no solo surtir efectos de aquietamiento o reducción del impulso sexual de los hombres, sino que en algunos casos terminaba postrándolos en sus catres, según los datos orales recopilados.
El jefe civil, ante las denuncias, tuvo que intervenir. Se trataba del coronel Francisco Cárdenas Vivas, quien pocos meses antes había llegado a Caucagua para ocupar el cargo proveniente de su Táchira nativo. Las involucradas, en distintos grados, eran mujeres la pequeña burguesía local, lo cual complicaba la aplicación de sanciones por su posición social y las relaciones familiares. Finalmente, fueron obligadas a caminar atadas por las calles de la población para escarmiento público y se les echó agua en la plaza para avergonzarlas y quizá lavar sus culpas. Se decía que una de las más castigadas, aunque no pude corroborar si había estado detenida ni por cuánto tiempo, era la suegra de un comerciante del caserío llamado Pantoja, contiguo a Caucagua y hoy dentro de su perímetro urbano. Al parecer, las principales acusaciones recayeron sobre la pobre mujer quizá por ser forastera, pues había llegado supuestamente desde el Llano de donde era originaria para vivir con su hija y su yerno. Como en muchas sociedades es común acusar a los extraños de perpetrar brujerías y maleficios para generar daños, las sospechas se habrían dirigido en primer lugar hacia ella. Por si fuera poco, el yerno, que era propietario de un establecimiento comercial donde se expendía licor y se celebraban juegos de gallo y joropos, expresamente prohibidos en el Código de Policía del Estado Miranda de 1909, había tenido desencuentros con el nuevo jefe civil al punto de atreverse a negarle a la primera autoridad del distrito una mula en una ocasión.
Entre los resultados de esa investigación, además de aprobar el seminario y de haber dejado más tranquila a mi profesora, destacan dos publicaciones: una sobre los jefes civiles en Venezuela (Biord, H. 2004. Jefes civiles y cambio socio-cultural en Venezuela durante el gobierno del General Juan Vicente Gómez (1908-1935). En Boletín de la Academia Nacional de la Historia (Caracas) N° 345: 181-198) y otra sobre los jefes civiles de la ficción literaria a partir del caso de Ño Pernalete de Doña Bárbara (Biord, H. 2004. Historicidad y fidelidad etnográfica de un Jefe Civil de la ficción literaria: el caso de Ño Pernalete. Presente y Pasado (Revista de historia de la Universidad de los Andes, Mérida, estado Mérida) Nº 17: 90-114.).
Nunca he publicado la historia de las papeletas. Por una parte, no solo había ofrecido a los informantes que usaría siempre nombres ficticios y cambiaría detalles muy elocuentes para proteger el honor de los descendientes de los implicados sino que, además, quería que transcurriera más tiempo. Prácticamente han pasado un cuarto de siglo desde mi investigación y un siglo después de los acontecimientos. Por otro lado, no pude encontrar documentación sobre el uso de polvo de huesos humanos como filtro amoroso. Sin embargo, hoy 11 de agosto de 2020 (cuando redacto este texto) leyendo el poemario de José Antonio De Armas Chitty Canto solar a Venezuela (Caracas, Biblioteca Central de la Universidad Central de Venezuela, 1968) para escribir un artículo distinto me sorprende una frase en el poema titulado «Rito». Justo después de hablar de una especie de violación ritual o sexo con doncellas por parte de un chamán, contexto que dota de mayor significado a la frase, el poeta añade: “Y los hombres aspiran hechizados finos polvos de hueso” (p. 35).
24 años después aparece por primera vez ante mis ojos un testimonio similar a lo que contaban los informantes de Caucagua. Como la principal acusada, De Armas Chitty, profundo conocedor de la sociología, la historia y las costumbres de Venezuela, era llanero, al menos de formación, querencia e identidad. ¿Mera coincidencia? Días atrás había reelaborado yo en un poema la figura de esa para mí simpática mujer, invocando sus conocimientos mágico-religiosos. ¿Otra coincidencia más?
De inmediato le escribí a Marielena. Como le dije después de leer la frase poética de De Armas Chitty cargada, a su vez de gran valor etnográfico: la sabiduría popular y la oralidad tienen absoluta razón de ser; y añado que también la literatura, la ficción literaria y la poesía.
Por ética, no puedo decir el nombre de aquella dama supuestamente llanera ni de su yerno, cuya lápida en el cementerio de Caucagua tuve que limpiar machete en mano para leer allí la fecha de su defunción por certera indicación del sepulturero, ya que no pude encontrarla en los archivos locales. Pero a ella y al poeta-historiador-etnógrafo De Armas Chitty, gracias sean dadas junto a mi recuerdo cariñoso para todos los informantes y colaboradores de la investigación.