Un Estado laico es distinto a una sociedad no religiosa. Este es parte del hilo que parece vincular las posiciones de Habermas y Ratzinger en el libro Entre razón y religión, en el que estos dos intelectuales argumentan sobre el vínculo que existe entre el plano político y el religioso. Un punto común entre ambos es que debe existir un Estado de Derecho, como señala Ratzinger: “De ahí que sea importante para cada sociedad que el derecho y su ordenamiento estén por encima de toda sospecha”, de esta manera el futuro Papa no deja dudas sobre la importancia del derecho. Sin embargo, luego se pregunta cómo se forma el derecho y cuáles son sus criterios.
En la interrogante planteada por Ratzinger está la clave para entender el vínculo entre el mundo de la política y la religión, y específicamente se encuentra en lo que podemos llamar la sociedad prepolítica. En esa misma línea, M. Nussbaum en una conferencia reciente en torno a su libro La monarquía del miedo, señalaba que la democracia había surgido como un mecanismo de solución de controversias, que es también el enfoque de Habermas basado en la legitimidad democrática a partir de sus procesos. Pero los procesos sin un contenido moralmente sólido pueden llevar a situaciones en las que algunos principios humanos fundamentales se violen.
Las reflexiones anteriores tienen vigencia en distintas circunstancias, desde los estados frágiles en los que el contrato social se ha roto, hasta sociedades con estados funcionales en las que sin embargo existe descontento con el sistema y los resultados que genera, además de los casos en los que la noción de Estado ya no es suficiente por su naturaleza global. El punto común en todas estas situaciones es que el marco legal se convierte en un instrumento vacío que no logra captar los intereses y las preocupaciones de las personas, mucho menos aspectos fundamentales que van más allá del derecho y que se asocian más a la dignidad humana como base.
Cuando el Estado y sus leyes dejan de representar el sentir de las personas, y son incapaces de reformarse y adaptarse, se genera un vacío. Esa ausencia de contenido es justamente el que está llamado a ser llenado por el plano religioso, o en términos amplios por una moral común. Sin embargo, frente al discurso de la modernidad del Estado laico, y por lo tanto el implícito retroceso de la religión de la esfera pública, las personas encuentran refugio en otro tipo de religiones: las ideologías y en los movimientos populistas. Estas respuestas suelen caracterizarse por fuerzas que buscan aproximarse al mundo de manera totalizadora, con una única verdad, y por lo tanto orientadas a dividir.
La alternativa a las fuerzas anteriores de ideologías y populismo está en las religiones, pero no como fuerzas totalizadoras sino como canales de comunicación entre ellas, como mecanismos de reconocimiento intercultural y por lo tanto abiertas a distintas interpretaciones. Esta comunicación religiosa, con contradicciones entre ellas, no es un camino fácil, pero sí es la mejor apuesta para encontrar coincidencias que sirvan de punto de partida en sociedades en las que el contrato social existente ha dejado de ser reflejo de los sentimientos y aspiraciones de sus miembros. El mundo religioso puede ser el canal de comunicación entre distintas culturas y visiones del mundo.
En sociedades divididas, en las que cada grupo desconfía del otro, una democracia basada en procesos no es suficiente. Los procedimientos sin contenidos que interpreten los sentimientos de quienes conforman el conjunto de la sociedad son mecanismos que pueden conducir a resultados deshumanizadores. Las protestas que hoy llenan las noticias, los Estados frágiles que continúan inmersos en conflictos interminables, las respuestas erráticas e insuficientes a los problemas globales, son señales claras de la falta de contenidos que capten las aspiraciones de las personas, que den respuestas a sus miedos y, sobre todo, que les den alguna esperanza.