Más que un señalamiento puntual, se trata de un fenómeno que ha adquirido, en las últimas tres o cuatro décadas, dimensiones planetarias. Se cuentan por decenas los países en los que se acusa a quienes ejercen la política de actuar alejados o ajenos a las realidades de las personas y las familias. Expresado en términos muy gruesos, se repite que los políticos van en una dirección distinta u opuesta a las necesidades reales de los ciudadanos y de los problemas cotidianos de la sociedad.
Tan repetido es el señalamiento ―ocurre en casi toda América Latina, pero también en Europa, Asia y en países de África― que resulta obligado preguntarse si lo que no anda bien, si lo que no alcanza a llenar las expectativas de las sociedades, es la propia política ―el modo en que se ejerce en nuestro tiempo―. A primera vista, parece muy obvio culpar al liderazgo político, ponerle nombres y apellidos al malestar, pero es probable que las cosas sean mucho más complejas.
Desde comienzos de los años ochenta, aproximadamente, el ejercicio de la actividad política se ha endurecido, de forma extrema. Muchos son los factores que han incidido: el auge del personalismo, en detrimento de las instituciones y de los equilibrios institucionales; la multiplicación de los autoritarismos y sus formas; los cambios constantes de la legislación; el avance de los métodos de corrupción, cuyo resultado es la erosión del Estado de Derecho; la acción destructiva de las redes sociales y del falso periodismo; la normalización del odio y la violencia en el espacio público; el uso de la vida privada de los políticos como recurso al alcance de sus adversarios o enemigos; y muchos otros factores que absorben, de forma incontrolada, el tiempo de los políticos.
El resultado de todo lo anterior es que los políticos están obligados a concentrar sus energías e invertir mucho de su tiempo en los aspectos controversiales y riesgosos del ejercicio político-partidista, y cada vez disponen de menos tiempo para el intercambio y el contacto directo con los ciudadanos, las organizaciones sociales y las comunidades, incluso cuando han accedido a la condición de funcionarios. Tal como señalé en mi artículo de la semana pasada, la dupla conformada por políticos y funcionarios se ha convertido en un poderoso imán de los desagrados y repulsas de la opinión corriente. Uno y otro son la encarnación de esta idea: no les importan los demás, solo trabajan para sí mismos.
Ahora mismo, en Venezuela, el vínculo entre ejercicio político y vida cotidiana de los ciudadanos es una ruta sembrada de dificultades. La mayor de ellas es que los políticos venezolanos ―me refiero a los integrantes de la oposición democrática― o son perseguidos ―varios de ellos han sido objeto de atentados―, o están presos sin razón que lo justifique ―son presos de conciencia―, o viven en el exilio. Una parte importante de su tiempo y energías ―igual ocurre con periodistas, defensores y familiares de los presos políticos― deben ser invertidos, obligatoriamente, en la denuncia del constante ataque al funcionamiento democrático, la defensa de los derechos políticos y las libertades, el activismo a favor de los presos políticos, y para impedir que la dictadura tome el control del cien por ciento de la actividad pública de los ciudadanos.
Pero estas luchas, que son fundamentales, y que están dirigidas a impedir que el régimen termine por aplastar las libertades individuales y políticas, tienen un costo: la política democrática y opositora se ha ido desvinculando de las luchas populares que se están produciendo en el país, en lo fundamental, de carácter reivindicativo: por la crisis de los servicios públicos, los extremos desmanes de la inseguridad, los bajos sueldos, las esclavizantes condiciones laborales, los excesos de los cuerpos policiales y militares, el mal funcionamiento de las entidades públicas, el costo de los alimentos, el incumplimiento generalizado de las promesas. Puede decirse que, en la mayoría de las ocasiones, los que salen a la calle a protestar están solos. No hay dirigentes políticos que los apoyen, ni representantes de los partidos que se solidaricen o sumen a su causa.
Está ocurriendo que los partidos políticos apenas tienen recursos para trabajar. No tienen con qué pagar ni siquiera un modesto salario a quienes están dedicados al activismo a tiempo completo. A veces ni hay un vehículo en buen estado o dinero suficiente para el combustible. Trasladarse de una ciudad a otra puede constituir un grave riesgo: en cualquier momento aparecen los esbirros del régimen y secuestran al dirigente y a sus acompañantes, o los detienen en una alcabala y no pueden alcanzar su destino.
A pesar de reconocer estas limitantes realidades, en nuestro país es urgente lograr un vínculo más firme y múltiple, entre las luchas populares ―expresión de los problemas reales y acuciantes de las familias― y la dirigencia opositora. Hace falta una política. Y no me refiero solo a lo discursivo. Es urgente hacer sentir que hay preocupación. Hay que lograr una presencia recurrente. Hay que elevar la voz para denunciar los problemas concretos de las comunidades, las condiciones de extrema precariedad en la que viven millones de venezolanos. Hay que redoblar los esfuerzos en ese sentido. Y esto también lo digo pensando en quienes estamos en el exilio: nuestra acción, nuestro activismo no puede, no debe limitarse a los temas de política, democracia y derechos humanos: tenemos que hablar de pobreza, del colapso de los servicios públicos, de una sociedad sometida por el miedo y el hambre.
Una política centrada en las necesidades y padecimientos de la sociedad, que devuelva la esperanza a los sectores de la población, tendría otro efecto muy importante: dejar en evidencia la estrategia del régimen y sus aliados, que continúan con la campaña que niega la realidad y dice que en Venezuela las cosas están mejorando.