El último escándalo del largo proceso de saqueo al que ha sido sometida la República, en estos años de Revolución, ha vuelto a colocar en el tapete de la opinión pública el tema de la corrupción en la vida pública. La gravedad de la tragedia humanitaria había desplazado el tema de las principales preocupaciones de los ciudadanos. La pulverización del salario, el desempleo, el hambre y la ausencia de medicamentos son los temas que más angustian a nuestros compatriotas en el día a día. La mayoría no se detiene a pensar las causas de esa tragedia. No obstante, cada día son más los ciudadanos conscientes de la responsabilidad del gobierno madurista en ese drama. Por eso toman la calle para exigir salarios y servicios de calidad.
Ahora que la cúpula roja no ha tenido más remedio que aceptar la verdad del robo abierto y descarado de los recursos financieros y minerales del país, nuestra ciudadanía ha entendido que buena parte de su tragedia está en la corrupción desatada y sistematizada en toda la estructura del poder. Estamos ante un gobierno corrompido en casi todas sus áreas y niveles.
Ciertamente el problema de la corrupción no es nuevo, existe desde que el hombre es hombre. La tentación de apropiarse de lo ajeno, de convertirse en “Judas”, es decir, de vender la conciencia siempre ha estado presente en muchas personas. La sociedad precisamente se organiza para frenar esa conducta y para castigarla cuando se hace presente.
Frenar la corrupción supone una sociedad educada y organizada en un estado de derecho, un proceso de concienciación, de formación cívica, espiritual y cultural que inserte en el alma y en la mente de las personas valores apegados a la honestidad, la verdad y la paz. Esa tarea debe completarse con las sanciones a quienes se desvían por el camino de la corrupción y el crimen. La primera sanción debe estar en el entorno social y por supuesto, la más importante, la sanción de un estado que no permita un hecho tan perverso y disolvente como ese.
En Venezuela se abandonó la tarea formativa en la axiología, nuestra sociedad relativizó los valores y a mucha gente no le importa aceptar socialmente a personas que saben han incurrido en el robo y el crimen. Todo ello ha terminado en una institucionalidad establecida para la impunidad, haciendo que el cáncer de la corrupción haga metástasis en nuestra sociedad.
Cuando al poder político ascienden personas sin ética personal habrá sin lugar a dudas consecuencias graves en la ética de la sociedad. Se ha hecho un lugar común la expresión “el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente”.
Hablar del poder es hablar de política, aunque el poder no se limite exclusivamente a la conducción del estado, pero es este fundamentalmente el poder por excelencia. De ahí la necesidad de que el poder no sea absoluto. No es bueno para una sociedad que todo el poder esté en manos de una persona o de un grupo de ellas, sea partido político o sector social.
Al producirse la desviación de la persona en funciones de poder, es decir, en el ejercicio de la política, la ciudadanía asume que toda la política está contaminada y que esta tarea es en esencia dañina, corrompida y perversa, de la cual debe apartarse, dejando ese campo, precisamente, a las personas menos indicadas. No en vano es un lugar común oír la expresión “la política es sucia” o “político es sinónimo de ladrón”.
Frente a esa creencia es fundamental educar en relación con la esencia de la ciencia y la actividad política, para dejar muy claro que no es la política la corrompida, es la persona sin ética la que en función de la política o en cualquier otra actividad humana, será capaz de corromperse. Son diversas y elevadas las actividades del ser humano como el comercio, el ejercicio profesional, el trabajo personal, la actividad deportiva, religiosa y/o cultural que se ven a diario impactadas o afectadas por el comportamiento amoral de sus actores. Lo importante es, entonces, mantener vigilancia sobre los actores políticos y funcionarios para evitar las desviaciones.
Es bueno recordar a tales efectos la expresión del papa Juan Pablo II: “Las acusaciones de arribismo, de idolatría del poder, de egoísmo y corrupción que con frecuencia son dirigidas a los hombres del gobierno, del parlamento, de la clase dominante, del partido político, como también la difundida opinión de que la política sea un lugar de necesario peligro moral, no justifican lo más mínimo ni la ausencia ni el escepticismo de los cristianos en relación con la cosa pública” (Juan Pablo II, Exhortación apostólica, Christifideles laici, n. 42.). Nos invita a luchar rectamente y con prudencia contra los sistemas políticos injustos, a dejar de ser espectadores y lamentadores de la injusticia, corrupción, absolutismo, intolerancia o cualquier atentado contra el bien de la persona y la sociedad civil. Más bien se trata de ayudar a construir una política recta y apropiada en favor de todos.
La corrupción metástasica que hoy vive Venezuela es el resultado de la concentración de todos los poderes en las manos de la cúpula roja. La impunidad se hizo regla. En los países con separación de poderes, con plena libertad de prensa, con vigencia del estado de derecho también hay corrupción. Solo que ahí las instituciones funcionan, la sociedad, gracias a la plena libertad de prensa, ventila abiertamente cada caso y se busca la verdad. De esa forma se logra castigar a los culpables y evitar que el mal se expanda de forma agresiva como nos ha ocurrido.
El escándalo del robo del petróleo y el oro nos debe enseñar y comprometer a todos en la urgente necesidad de sanear la administración del estado venezolano, pero fundamentalmente de sanear el alma de nuestra enferma sociedad. Para ello es fundamental el cambio del modelo político y cultural de nuestra nación. Un compromiso moral para la conducción de la sociedad debe ser el eje transversal de la nueva Venezuela que debemos construir.