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Política, petróleo e inversión extranjera

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Nelson Rockefeller junto a Rómulo Betancourt

Durante la década de 1940, la actividad petrolera en Venezuela se consolida como fuente de riqueza para el país y motivo creciente de interés para el capital extranjero. Estados Unidos asumía a partir de 1945 su papel de potencia vencedora en la guerra de Europa, y entre otros asuntos de importancia fijaba las reglas de juego de la economía mundial. Se planteaba igualmente el tema de las fuentes de aprovisionamiento de petróleo y de allí su disposición a fomentar y apoyar la participación de capitales norteamericanos en proyectos ejecutados en el exterior. Venezuela en esos años se había convertido en uno de los más apetecibles destinos para esos capitales.

La dependencia del petróleo se había acentuado de manera perceptible en una Venezuela todavía atrasada y necesitada de ingentes recursos para su desarrollo. Los ingresos provenían del cobro de impuestos –las regalías por extracción y comercialización del crudo– a las concesionarias extranjeras. Para el año de 1943, el negocio reportaba a Venezuela entre 25% y 30% de las ganancias. La incertidumbre que provocó el golpe de Estado del 18 de octubre de 1945, así como también los temores que provenían de la instalación de la Junta Revolucionaria de Gobierno presidida por Rómulo Betancourt –crítico acérrimo de los acuerdos suscritos con las concesionarias extranjeras–, no se hicieron esperar.

A Betancourt se le vinculaba con las corrientes de izquierdas venezolanas, tanto aquella que abrazaba el comunismo ortodoxo –de la cual se hizo parte en una primera etapa de su carrera política–, como la socialdemócrata inspirada en el aprismo, revisada más tarde y de lo cual nacerá en 1941 el partido Acción Democrática. Salvador de la Plaza fue uno de los mayores representantes del pensamiento político y social latinoamericano del siglo XX, fundador en México del Partido Revolucionario Venezolano (PRV) y más tarde del Partido Comunista venezolano (PCV). Sostuvo hasta el final de sus días que “…la explotación del petróleo, por ser controlada desde sus comienzos por los trusts internacionales, no afectaría, aunque distorsionándola en varios aspectos, la atrasada estructura ni impulsaría transformaciones progresistas en la economía…”. Para él, el régimen de concesiones imperante en las primeras décadas de explotación del petróleo, aunada a la penetración del capital extranjero, hizo al país cada vez más dependiente del exterior, con una economía mediatizada. Por su parte Betancourt, uno de los fundadores y líderes máximos del novel partido Acción Democrática, después de haberse manifestado en contra de la Standard Oil of New Jersey y demás empresas petroleras beneficiarias del negocio en Venezuela, dará sus progresivas muestras de heterodoxia esencialmente pragmática, distanciándose en su momento de la III Internacional.

Más allá de las consideraciones históricas y políticas que pretenden explicar el 18 de octubre de 1945, la Junta Revolucionaria de Gobierno presidida por Betancourt, quiso dar a su actuación económica un carácter de revolución democrático-burguesa, combatiendo el latifundio y creando el ministerio del Trabajo, desde el cual promovió el movimiento sindical y campesino en el país. En ese contexto político no exento de dudas y temores fundados, llega al país la International Basic Economy Corporation (IBEC), fundada en 1947 por el empresario norteamericano Nelson A. Rockefeller, como expresión de confianza del capital extranjero en el presente y futuro de Venezuela. La subsidiaria venezolana creada ese mismo año, promovió e invirtió importantes capitales en empresas destinadas a la producción primaria, a la transformación industrial y a la distribución de alimentos en centros organizados que atendían los múltiples requerimientos de una población urbana cada vez más exigente en las principales ciudades del país. Se mantenía en pie; sin embargo, la inquietud relativa al manejo de la relación con las concesionarias, asunto que fue despejado tiempo después, cuando el mismo Rómulo Betancourt dio cuenta en su alocución al país, de las nuevas políticas de inspiración y entusiasmo nacionalista, entre ellas la elevación de impuestos al 50% de las ganancias del negocio, la industrialización del petróleo venezolano dentro del país y la inversión de una parte de las utilidades correspondientes a las compañías extranjeras, en la vitalización y desarrollo de la economía agropecuaria.

La suerte estaba echada para las concesionarias y para el país, plegándose el régimen de la Junta Revolucionaria de Gobierno a la garantía de continuidad y respeto a sus derechos e intereses, tal como lo habían sido sus predecesores en el mando de la República –Gómez, López Contreras y Medina Angarita–. Ello disipaba la amenaza de reproducir en Venezuela la experiencia mexicana que significó la expropiación de empresas extranjeras dedicadas a la explotación y comercialización de petróleo.

Para dar mayores motivos de confianza, el presidente Rómulo Betancourt dio un espaldarazo a la inversión extranjera destacando la presencia en Venezuela del señor Nelson A. Rockefeller. Para el gobierno era importante contar con el capital extranjero, aunque aclarando –como lo hiciera Betancourt en su alocución pública–, que no se trataba de otra arremetida colonialista, sino de un afán de cooperación en los planes de desarrollo del país, naturalmente obteniendo razonables márgenes de ganancia para sus casas matrices.

La torpeza inaudita de quienes instauran y sostienen a partir de 1999 un ignominioso estilo de hacer política, dio al traste con la inversión extranjera y, peor aún, destruyó la viabilidad de la industria petrolera nacional –dos baluartes necesarios para el éxito de las políticas que determinan la gestión de los asuntos públicos–. Las dos vertientes de pensamiento y acción política representadas por Salvador de la Plaza y Rómulo Betancourt –circunscribiéndonos al pensamiento de izquierdas–, tuvieron su oportunidad y expresión en los hechos registrados en la vida del país desde la muerte de Juan Vicente Gómez. Es obvio que el pragmatismo de Betancourt no derrumbó aquel lema “Venezuela primero”, presente en la lucha política de los primeros años de la década de 1940, antes bien, el país avanzó a pesar de los errores cometidos –entre ellos las resoluciones dogmáticas– y se hizo posible el desarrollo y consolidación de una industria petrolera nacional con aires de primer mundo –naturalmente, la estatización de 1976 incorporó el germen de su propia destrucción, como demuestran los lamentables hechos registrados a partir de las arremetidas gubernamentales que dieron lugar al paro petrolero de los años 2000–. Hoy se plantea la misma disyuntiva: insistir en el rumbo enteramente desacertado de los últimos veintitrés años, o retomar el sentido práctico-histórico y sensatez que devolverían posibilidades a la industria petrolera –la privatización sin ambages es para nosotros su única opción– y la dignidad nacional a un país que no merecía tan acerbo destino.

 

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