Hasta ahora, la destrucción de los partidos políticos le ha surtido nutritivo efecto al régimen del terror. No ha tenido la repelente necesidad de proscribir a ninguno. Sus estrategias para el fin último de la anulación han cumplido con creces la tarea escolar sin que haya habido articulación opositora capaz de enfrentar la permanente embestida.
Tal vez la primera acción en ese sentido la constituyó la de perseguir, apresar, exiliar y hasta matar a líderes políticos, algunos de los cuales continúan sin libertad plena. Es el caso de Juan Requesens, apresado, y de otros diputados. Fue el emblemático trato dado a Leopoldo López, quien después de prisionero huyó al exilio, a Antonio Ledezma. Una manera de distanciar líderes de los ciudadanos y de sus organizaciones, con el daño corrosivo que eso significa. La muerte del concejal Fernando Albán y otros dirigentes «desaparecidos» recientemente bien sirven como demostración de una manera de ataque certero que ha resultado fundamental para el desastre que ha implicado la desarticulación política dominante hasta el momento.
Junto a aquello apareció la «expropiación» de partidos tradicionales. La bandería ha sido trastornada en ellos hasta el punto de que hoy los toletes de Acción Democrática y Copei resultan difíciles de identificar. No son los únicos, desde luego. Bandos desiguales, fragmentarios hasta el acabamiento cuasi definitivo, en lo que uno se siente dificultado de enterarse «¿con quién está tú, compañero?» De igual modo nada sorprendente pasa con las bifurcaciones y enredos de otros de más reciente creación: Un Nuevo Tiempo, Primero Justicia y Voluntad Popular. Partidos desconcertados a lo interno, cuyo desconcierto trasciende sus colores para irradiar nacionalmente. El desequilibrio de esas instituciones representa una merma fundamental en la estabilidad política opositora. Siempre la ganancia la cobra el enemigo desarticulador.
Quedaría solo la compra-venta de conciencias. Esta estrategia financiera le ha dado frutos incorruptibles al régimen. Nada menguados. Eso que han denominado el «alacranato» ha sido todo un sistema que arroja dudas permanentes sobre partidos y partidarios. La mayoría de las veces bañados en dudas verdes más que razonables. Para ello sirvió de mucho la gestación de una Asamblea Constituyente primero y otra Nacional donde han tenido cabida miembros del PSUV y de otras organizaciones que además se hacen llamar opositoras y donde también ha operado el régimen en procura de su «expropiación» o su división, el caso más reciente ha sido el de Avanzada Progresista, la mampara de Henri Falcón que le fue arrebatada en estos últimos días.
Queriendo, o sin querer, los criminales en el poder han jugado firmes para afianzar en la ciudadanía su ancestral asco por el hecho político. Han insuflado con todas esas acciones la idea de la suciedad como marca del quehacer en política. Lo cual, sumado al divisionismo, le echa tierra pútrida a la imagen de partidos y partidarios. Una imagen difícil de desinfectar. Y más si le agregamos algunas andanzas reñidas con la moral y las buenas costumbres en eventos y empresas que empañan duramente todo el complejo, grueso, y hasta fétido panorama. Con una sola idea: fortalecer al partido que tiene secuestrado el gobierno y buena parte del Estado.
En ese sentido, solo queda aglutinar esfuerzos con un propósito firme y único: echar a Nicolás Maduro y sus secuaces del control del poder para siempre. Para lo cual se debe desmontar todo un entramado político y criminal. Eso solo se logra uniendo más y más voluntades dentro de los partidos y fuera de ellos. Eso parece irse concretando para superar los ataques desmesurados a la institución de los partidos políticos y a sus verdaderos líderes. ¿Falta tiempo? Falta. Pero la idea está en el tapete y se está hilando con seriedad. Parece que ahora se vuelve al rumbo que nos llevará a todos los demócratas a la libertad. Debemos arrimar con fuerza todas las brasas en ese sentido. La lucha contra el divisionismo y contra el ensuciamiento de la imagen es prioridad también para la consecución del que representa nuestro fin último. Todos a bailar a ese son. En la otra acera los otros, aunque en oportunidades resulten difíciles de identificar para la mayoría de los desprevenidos ciudadanos.
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