El chavo-madurismo ha mostrado reiteradamente que no concibe la lucha política sino en términos de guerra. Fundamental en ello es alimentar la polarización con sus adversarios, convirtiéndolos, obligatoriamente, en enemigos. Con ellos no debe llegarse a acuerdos sino someterlos. Se resume en una visión maniquea de su misión: redimir a los buenos —nosotros, el Pueblo, los “revolucionarios”— derrotando a los malos. Éstos son retratados como enemigos del Pueblo, atribuyéndoles acciones y/o calificativos denigrantes: traidores a la patria, agentes del imperialismo, corruptos. Como Pueblo (con mayúsculas) se entiende, obviamente, sólo a los partidarios del régimen, fieles al Eterno líder y a su vicario en Miraflores. La lucha reviste posturas moralinas que buscan motivar al Pueblo a combatir, como “un solo hombre”, por el triunfo del bien. Asumida la supremacía moral, los “revolucionarios” se indignan ante cualquier crítica o reclamo de incumplimiento por parte de opositores. Amparados en tal postura, fueron desmantelando las instituciones de la democracia liberal, para hacer “avanzar los intereses Históricos del Pueblo”: no con el aumento del producto, con el consecuente mayor empleo, salario y bienestar social, sino con su reparto. El Estado de derecho convertido en Estado de Expoliación.
El antagonismo maniqueo que han edificado no lo pueden dejar morir. Una vez arruinada la actividad económica y sustituidos los “derechos de pataleo” por la represión pura y dura, no hay cómo legitimarse ante sus bases de apoyo, cada vez más reducidas, que invocando conspiraciones y amenazas enemigas detrás de cada revés. La imaginación de Tarek William Saab ha mostrado ser muy aventajada en estos menesteres, inventando todo tipo de excusas para perseguir y apresar líderes civiles y partidistas, como a cualquiera que insista en protestar y/o denunciar atropellos. Llevan presos el defensor de derechos humanos, Javier Tarazona, casi tres años; Rocío San Miguel, cuatro meses. Hay unos 280 presos en razón de criterios políticos, muchos sin juicio. Con su falta de ética y honestidad, este Torquemada moderno (Saab) ha logrado escalar al círculo central del fascismo dominante.
Después de 25 años, este proceder, al principio muy eficaz para consolidar y ampliar el poder chavista, ha devenido en una especie de reflejo condicionado que desata respuestas de cliché ante cada desafío. Ha desplazado el análisis racional. De ahí que al chavo-madurismo le resulte muy cuesta arriba actuar de otra forma, respetando la palabra comprometida y las reglas de juego acordadas. No está en su naturaleza. El problema es que tal conducta tiende a reproducirse, también, en sectores opositores.
La polarización se retroalimenta de la contraposición de posturas, aparente o realmente, irreconciliables. Razones hay, desde este lado de la contienda, para desconfiar de las declaraciones y posturas del círculo fascista que controla las palancas del Estado: Nicolás Maduro, los hermanos Rodríguez, Vladimir Padrino, Diosdado Cabello, Hernández Dalá y sus esbirros. Y, dada su prepotencia, se tiende a pensar que representa, cual bloque monolítico, a todo aquel que muestra simpatías por el ideario chavista. Nuestro polo opuesto. Conforme a esta óptica, desaparecen los espacios o posibilidades para llegar a acuerdos confiables sobre la transición democrática. Tales posturas extremas sirven muy bien al chavo-madurismo, pues le da el argumento para atraer de nuevo a aquellos chavistas, no maduristas, que se fueron distanciando de forma cada vez más crítica de la gestión de Maduro. El enemigo acecha.
En declaraciones recientes, Félix Seijas, director de la encuestadora Delphos, argumentaba que la estrategia electoral de Maduro, más allá de las intimidaciones y atropellos que buscan evitar, como sea, que se exprese la voluntad mayoritaria por el cambio, es intentar colmar su propio “techo” de votación, en torno al 27% del electorado efectivo, según él. El madurismo duro no llegaría ni al 15%, por lo que habría que “enamorar” a los simpatizantes chavistas idos si se quiere copar ese “techo”.
Lo anterior se conecta con una entrevista, también reciente, a Andrés Izarra, quien fuera ministro de Comunicación e Información bajo Chávez, con la periodista Luz Mely Reyes. Luego de una breve gestión como ministro de Turismo con el gobierno de Maduro, renunció en 2015. Hoy es crítico abierto del régimen y tiene en su contra una orden de captura librada por Torquemada Saab, por traición a la patria. Al final de la entrevista, Izarra reitera su lealtad con el proyecto de Chávez, traicionado, en sus palabras, por Maduro, y expresa su preocupación de que sea víctima de un espíritu de revancha, como pudieran ser otros en igual posición, de ocurrir el cambio político esperado.
Es difícil precisar el valor de las apreciaciones anteriores para la consolidación de una poderosa fuerza que asegure las posibilidades de cambio. Es obvio, desde luego, que les interesa a las fuerzas democráticas evitar posturas sectarias que pudiesen alimentar las filas maduristas. Y en esto hay que reconocer el gran acierto con que se han venido proyectando ante la próxima contienda electoral. En particular, es menester aplaudir la conducta de María Corina de Machado, sin cuya postura irreductible a favor del cambio político no se hubiese galvanizado el sentimiento mayoritario existente entorno a la salida de Maduro –convencido de que, ahora sí se puede–, pero que supo también mostrar la flexibilidad, habilidad política y dotes de liderazgo, para abrir su prédica a quienes no se identificaban con ella en el pasado. En ese espíritu necesario de amplitud política, ha sido una bendición la candidatura presidencial de Edmundo González, figura emblemática, en estos momentos, para materializar, desde posiciones claras y principistas, la negociación de una transición democrática que se haga viable.
Salvo que Maduro y sus acólitos decidan darle un palo a la lámpara, los acontecimientos hacen cada vez más evidente la necesidad de avanzar en las propuestas de una eventual justicia transicional que ofrezca las seguridades que afiancen, hasta donde se pueda, las posibilidades de una transición en paz, capaz de curar las heridas para construir esa Venezuela de libertades, próspera y justa, en la que reine la convivencia y el respeto. Por no ser experto en el tema, no me animo a intentar mayores precisiones. No obstante, me atrevo a opinar que la idea de una de ley de amnistía, una especie de borrón y cuenta nueva, que pretenda sepultar los crímenes y desmanes cometidos, sería una pésima solución. Si bien es menester evitar afanes revanchistas, ello no debe traducirse en el abandono de consideraciones fundamentales de justicia y de reparo. De otra forma, ¿cómo esperar que sanen las heridas y puedan prosperar la convivencia pacífica, el respeto mutuo y los cimientos de una democracia social?
No obstante, siendo un asunto tan espinoso, los elementos de la justicia transicional deberán procesarse con sumo cuidado. Quizás un punto de partida sea la constitución de una Comisión (paritaria) de Verdad, como se hizo en Suráfrica, Argentina y Chile, para precisar la realidad de numerosos hechos, de forma que contribuya a consensuar criterios básicos para orientar la aplicación de esta justicia. Sobre todo, respecto al tratamiento de crímenes de lesa humanidad y por violación de derechos humanos en general. Son crímenes imprescriptibles que, de ninguna manera, pueden simplemente barrerse bajo la alfombra.
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