Acaba de aparecer en Bogotá, en medio de un extraordinario jubileo y ruido de panderetas, publicado por dos instituciones “académicas” con prestigios recienvenidos en sus vínculos con la promoción de las artes literarias, un volumen titulado La Generación sin Nombre. Una antología seleccionado y prologado por una señorita licenciada en una de esas universidades secuela de los motines y revueltas de los años sesenta, cuyas reales protestas y destrozos tuvieron más que ver con las dificultades de vastos sectores de ladinos, que nunca alcanzaban el puntaje forzoso, para atender clases en las rancias academias parisinitas.
Hoy son conocidas como universidades para titularse, donde es posible graduarse de “doctor” confeccionando tesinas con cualquier sujeto: desde la aparición irregular de un sopor en un volumen de quinientas páginas y su efecto en el sueño del lector; hasta la frecuencia con que una lagartija estuvo orinando en otro de las obras completas de Carlos Castro Saavedra en los húmedos sótanos donde fue relegada por algún ministro de Cultura de las Bibliotecas del Banco de la República.
Como es de dominio público, una de esas instituciones editoras fue creada, en 1966, tras las asonadas universitarias, entre otros caballeros de industria, por dos prestigiosos dipsómanos amigos de Gilberto y Filiberto, dedicados al juego ciencia y las nalgas de los gurruminos, respectivamente. El primero fue, en efecto, su propietario durante los primeros 25 años de existencia del ente de garaje, tras haber posado sus enormes ancas en la presidencia de la Asociación Colombiana de Universidades, el Senado de la República, la Academia de Historia, el Instituto Caro y Cuervo, el Club de Ajedrecistas de la calle 12 y el de Abogados de Bogotá, donde hizo ostentación de sus 500 tableros de ajedrez, al lado de 1.200 matrioshkas, que demostraban su fascinación por el estalinismo siendo liberal, y dentro del desprendimiento, un gran corrupto.
A su fallecimiento, muy lamentado por ese insuficiente de la Universidad Nacional, Guillermo Páramo Rocha, la de cochera fue a parar a manos de uno de los destronados del poderoso diario capitalino, donde controlaba la circulación de noticias, y donde redactó, para eterna memoria, el domingo 29 de marzo de 1981, bajo el alias de Ayatollah, la más siniestra página [Viaje gratis a México] que se haya escrito contra Gabriel García Marquez y que, con la asistencia de otro dipsómano, director del Instituto Caro y Cuervo y secretario perpetuo de la Real Academia nativa acusado de numerosos delitos contra el erario, por poco permiten que mi general Camacho Leiva le torturara, junto al anciano poeta Luis Vidales, en las caballerizas del ejército en Usaquén, acusado de ser del M-19, cuando los ciertos comuñangas son sus dos primos hermanos, autores de la entrega del país a las FARC mediante el soborno del Congreso, las Cortes y las fuerzas armadas.
El otro prestigioso dipsómano creador de la universidad de cobertizo fue un vate boyacense, muy adepto al fondillo del hijo de Júpiter, iniciador, entre las usanzas del grupo Los Bachúes, de ciertas devociones de la Repubblica di Salò, en especial aquella de “ámame, escúpeme en el rostro”, a quien la ministra de Cultura del gobierno del tartufo, para congraciarse con su paisano, ideólogo del pacto Santos-FARC y gerente de la corporación que ha publicado unos 1.500 poetas colombianos, dedicó el 2018 una monumental exposición/antología de su obra donde se destaca esta, seguidilla sin bordón, que encomia la lucha armada en la alegoría del guerrillero heroico:
Tú, que eras como el viento que enchufa las palmeras,
tú, que eras como el aire que voltea entre los cuernos,
tú, que llevabas en los resaltes las alas del gavilán,
tú, que te meneabas derecho como solo caminan los árboles,
tú, el de la camisa donde el sol pone botones de candela,
tú, el del machete que zanja en dos el día de los ricos
tú, cuyo fusil solfea en la niebla de la pólvora de los pobres.
La otra institución editora del volumen antológico es un colegio bogotano, fundado hace 105 años durante la hegemonía conservadora por unos antepasados del quinto presidente elegido por la mafia, bajo cuyo mandato el país estuvo a punto de caer en las manos de las FARC y a quien se acusa de ser el autor intelectual del asesinato de Álvaro Gómez Hurtado.
A comienzos del siglo, después de haber gozado de un gran prestigio pedagógico, el colegio cayó en manos de una camarilla de maoístas, comandados por un tal el Ovejo, que, arruinando su prestigio como institución educativa de la oligarquía, lo transformó en una suerte de abasto para contratistas socialbacanos con los gobiernos de turno en sus predios ingleses, entregando su conducción a un avezado artero, entrenado bajo la mesa donde su padre libaba noche y día con emisarios de Tirofijo y Fidel Castro, para pasar, en su entreno educativo, a las manos de un farsante, cantante de tangos en el Rosedal de la madre de doña Gloria Zea, que se maquillaba de poeta con una máscara de pestañas que deshacía la lluvia, mientras caminaba al lado de su Mercedes Benz 200 conducido por un morocho que parlaba inglés, luego de haber sido gigoló de actrices de la radio, a quienes ayudaba a colocar las redecillas que cubrían sus escasos cabellos.
Entrado el siglo, el aedo de La casa del viento y Hospedaje de paso, ingresó a la empresa de intrigas de una agiotista multimillonaria que vive de explotar jubilados de bajos ingresos y regenta una mansión de 500 metros que da a los cerros de Bogotá, donde entre saraos y otras yerbas dicta cátedra de lírica y promueve la colocación de los impresos de sus asociados nacionales y españoles en las bibliotecas del gobierno. Por algo, dicen, durante quince años este joven gestor cultural estuvo, cada mañana de lunes a viernes, haciendo cola en una ventanilla del Banco Popular, para sacar, de la inmensa cuenta de ahorros del propietario de Golpe de dados, los 5.000 pesos que le pagaba.
Hoy, el colegio de marras no aparece en la lista de las mejores instituciones de enseñanza media. Es apenas un centro de promoción de mamertos que aspiran a un cargo público.
Volviendo a la miscelánea misma, esta incluye, en un descosido desperdicio de 400 páginas que van cayendo a medida que se consumen, sin cosa distinta a un discurso falaz que llaman archipiélago [Conjunto de islas próximas entre sí con un origen geológico común], a Álvaro Miranda, Augusto Pinilla Vargas, Darío Jaramillo Agudelo, David Bonells Rovira, Elkin Restrepo, Giovanni Quessep, Henry Luque Muñoz, Jaime García Mafla, José Luis Díaz Granados, Juan Gustavo Cobo Borda, María Mercedes Carranza, Martha Canfield y Miguel Méndez Camacho. 13 criaturas nacidas entre 1939 y 1949. La década sombría de los gobiernos de Eduardo Santos, la reelección de Alfonso Lopez Pumarejo y la entrega de Alberto Lleras Camargo, de la República Liberal, a Mariano Ospina Pérez, que tiene en sus haberes el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán y la creación de la OEA con la visita de Fidel Castro entre los restos del naufragio.
La mayoría de ellos, hijos de la clase media, educados en colegios oficiales o de baja estofa y apenas uno o dos, cachorros de ricos comerciantes o terratenientes. Otros pocos profesores universitarios y la mayoría empleados estatales, carga ladrillos de caciques políticos o escribanos de presidentes. Una cofradía inventada por las ambiciones de gloria de José Luis Díaz-Granados, padre de Federico Díaz-Granados, el gerente cultural del Gimnasio Moderno y la Tertulia de Gloria Luz. Una falacia que nada tiene ver con la historia literaria nacional, ni los eventos que pueden configurarla. Una patraña, un camelo, un tour de force para despistar ingenuos. Un acto más de corrupción, la médula que nutre a Colombia desde la aparición del Frente Nacional y su fruto perverso: el narcotráfico.
Porque el génesis de este invento tramposo llamado Generación sin nombre ocurrió el 3 de diciembre de 1967, en Lecturas Dominicales de El Tiempo, una selección de nuevos poetas hecha por el periodista y entonces también poeta Álvaro Burgos Palacios, un patojo que la mayor parte de su vida estuvo al servicio de una gigantesca empresa farmacéutica. Su nómina incluía a Álvaro Miranda, Darío Jaramillo Agudelo, David Bonells Rovira, Fernando Cruz Kronly, Henry Luque Muñoz, Hernán Botero Restrepo, Hernando Socarras, J. G. Cobo Borda, Jorge Alberto Molina, Jorge Humberto Botero, Mario Madrid Malo y William Agudelo.
A finales de la década de los sesenta, un poeta catalán, que había conocido alguna de las esposas o enamoradas de Cote Lamus y Gaitán Durán, vino a Colombia invitado por un favorecido del seudofranquismo de Dámaso Alonso, que convertiría su cátedra de literatura en la Universidad de los Andes en una escuela de cuadros del maoísmo que luego se tomaría, en los años setenta, no pocos territorios nacionales con sus moirosos “pies descalzos”. Politizados suyos fueron señoritas de la social bacanería dedicadas al camelo novelístico como Patricia Lara, Piedad Bonnet o Laura Restrepo, o periodistas y sectarios como Enrique Santos Calderón, María Elvira Samper o Jorge Restrepo, y varios dipsómanos y solapados partidarios de la guerra de guerrillas como Conrado Zuluaga, María Teresa Cristina, Guillermo Alberto Arévalo o David Jiménez Panesso, que aparecen con sus respectivos alias en las memorias de su maestro Eduardo Camacho Guisado Aquellos años rojos (1990), cuando otra de sus pupilas, María Mercedes Carranza, apodó las residencias universitarias de los Andes, Torres de Pekín.
En mayo de 1968 Jaime Ferrán presentaría, en el Boletín de la Biblioteca Luis Angel Arango que confeccionaba Jaime Duarte French, primer ministro de Cultura del Banco de la República, donde permaneció por 25 años, una muestra de nuevos poetas bajo la enseña de Antologia de una generación sin nombre, que incluía solo a Álvaro Miranda, Augusto Pinilla Vargas, Darío Jaramillo Agudelo, David Bonells Rovira, Elkin Restrepo, Henry Luque Muñoz, Juan Gustavo Cobo Borda y William Agudelo. Los mismos que aparecen, bajo idéntico rótulo, en el libro que hizo en Madrid, en 1970, la Editorial Rialp, del Opus Dei español.
Año también cuando, en Medellín, un editor independiente, amigo de Manuel Mejía Vallejo y su mujer Dora Ramírez, publicó un rústico volumen titulado ¡Ohhh!, haciendo mofa del himno nacional, como los nadaístas, con poemas de Cobo, Jaramillo, Luque, Miranda y Restrepo. Blanca Panesso Robledo, hermana de Antonio, periodista que escribía con el seudónimo de Pangloss publicó, en Lecturas Dominicales de El Tiempo del 4 de abril de 1971, una nota celebrando la aparición del libro. Como era habitual en la pareja Rivero/Panesso, la señora escribía y su marido trapecista, vendedor de moneda extranjera, agente de toreros y empresario de la lírica, firmaba y cobraba.
Para redondear la aventura, la revista Arco, del Opus Dei colombiano, dirigida por un ferviente admirador de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás, doctor David Mejia Velilla, en sus números 83/84 de setiembre de 1968 incluyó una separata con 13 poetas jóvenes, con selección y nota titulada Un oficio subversivo, de J. G. Cobo Borda, donde aparecen otra vez los mismos de las Lecturas Dominicales de 1967, suprimiendo al trotskista Fernando Cruz Kronly y a Jorge Humberto Botero, ministro de Comercio de Álvaro Uribe, presidente de Fasecolda y Asofondos, pero añadiendo a Giovanni Quesep y Alvaro Burgos, en un divino toma y daca.
Como puede verse, por ninguna parte aparece como poeta de la tal Generación sin nombre, su más ferviente gestor: don José Luis, padre del ignaro don Federico, los más prestigiosos cameladores de la poesía colombiana de hoy, descendientes directos de don Mario Cataño, cuya obra he encomiado en otra parte.
Lo cierto es que un día, durante una tertulia en casa de Cobo Borda, don José Luis, pensando en su futuro, se hizo hacer una foto con los que estaban de visita: Agudelo, Bonells Rovira, Cobo Borda, Luque Muñoz, Miranda y Pinilla. Ni Quessep, ni Canfield, entonces novia del anterior, ni el lagarto Méndez Camacho, ni el dipsómano García Mafla y mucho menos María Mercedes Carranza, que detestaba a Cobo, a Díaz Granados, e ignoraba al resto, exceptuando a Jaramillo, a quien explotó como mejor pudo para que le financiara la Casa Silva con el dinero del Banco de la República, hasta emprender unas elecciones para coronarlo el mejor poeta de Colombia, figuraron en las aventuras iniciales de esa pandilla.
La Generación sin nombre nunca existió, ni existe, ni existirá. La recopilación de la señorita María Paz Guerrero así lo demuestra.
Da grima leer los pasajes de Miguel Méndez Camacho, un señor que desde que estaba chiquito ha controlado varios institutos culturales de su pueblo y la nación, para erigirse una estatua de poeta, obsesión con la cual ha fracasado. Es propietario del Premio de Poesía Cote Lamus, del Premio de Cuento Gaitán Durán, es decano cultural de la Universidad Externado que controla un adicto a las FARC, donde ha divulgado más de un millar de poetas colombianos para que municipio por donde pase le hagan un homenaje. Fue alcalde de Cúcuta a los 19 años nombrado, a dedo, por el gobernador alzatista Cote Lamus, a quien estuvo loando desde que tenía catorce; fue gerente de Pro-cultura, una de las suculentas industrias de doña Gloria Zea y el hijo de Mutis, y de la Colección Clásicos de la Literatura Colombiana, donde en vez de hacer ediciones críticas se dedicó a contratar prólogos, a escribanos que a la vuelta de la esquina dijeran que el jefe era gran vate; y se hizo designar agregado cultural en Buenos Aires, solo porque la Embajada de Colombia quedada diagonal de la casa de Jorge Luis Borges, donde lo avistaba, para hacerse las 30 fotografías, que muestra cuando alguien lo visita en su mansión bogotana. Estas frases, en ignominia de Jorge Gaitán Durán, deben estar haciéndole revolver en su tumba:
De seguro traías en tu equipaje
fotografías obscenas de muchachas de Ibiza
con su boca nocturna clavada en las axilas
y pupilas en lugar de pezones,
libros oscuros hediendo a metafísica
que era tu droga favorita,
y apuntes con el nombre de tu amada,
con quien hiciste los poemas
que no escribías.
¡Virgen del Carmen! Produce nauseas leer estos infortunios y cotejarlos con los recuerdos del poeta de Mito, en su Diario, con su amada Betina, que moriría frente a García Márquez en un restaurante parisino, huyendo de las persecuciones del estatuto de seguridad de mi general Camacho Leyva.
O los deshilvanados viajes líricos que emprende por las repúblicas oprimidas del comunismo ruso el sociólogo Luque Muñoz, que viviera en Moscú trece años. Viajes en el Transiberiano, demorándose en Nizhny Nóvgorod sobre el Volga, Perm sobre el Kama, Ekaterimburgo en los Montes Urales, Omsk en las márgenes del Irtysh, Krasnoyarsk a orillas del Yeniséi, Irkutsk en las cercanías del Lago Baikal, Jabárovsk sobre las márgenes del Amur y Vladivostok cerca del océano Pacífico, bebiendo leche de yegua, mirando murciélagos, ascendiendo pirámides, hablando con oráculos, sacudiendo muertos de su polvo o contrariando maestros budista, concluyendo, después de estos 9.300 kilómetros:
Yo, que acuné mi timidez en el trono de un rey,
que hice el misterioso vuelo hasta el paraíso de unos abrazos,
lo que en verdad recuerdo es el barrio en que nací.
Sin que uno pueda explicarse cómo la señorita compiladora, como si fuese un seudónimo de la prestigiosa camarera de un restaurante que tuvo un diplomático chileno cerca de las Torres del Parque hubiese sido la autora de este batiburrillo, incluyera más de una decena de muestras de las afasias, discrasias, disfasias, disfemias, diglosias, dislalias y taquifemias liricas de Augusto Pinilla, mentor de espantosos “novelistas” del Ministerio de Cultura como Mario Mendoza, Antonio García Ángel, Jorge Franco y Ricardo Silva Romero.
La joya de la corona de esta miscelánea es sin duda la selección que el propio Diaz Granados ha hecho de su obra, para vendernos el “personaje” que ve en el espejo cada mañana, cuando se levanta con tremendas crudas y delirios de grandeza. Allí está el retrato de sus padeceres juveniles por el laberinto de las ambiciones de la fama, allí el poema para pagar los favores de los amigos de calle y cantina, allí el Bar El Bulín, donde educó a su hijito antes que apareciera Bienestar Familiar, allí los poemas de su falso exilio, dorado sin duda, en la Cuba de Gabito, de quien dice ser primo hermano, allí, su gran poema para celebrar a su protector, «Banda Tricolor para Alberto Santofimio Botero», un delincuente lírico acusado de haber puesto fuego a la Biblioteca del Congreso para borrar sus delitos, ministro de justicia de Lopez Michelsen, dos veces candidato a la presidencia de la república y senador condenado a 24 años de cárcel como coautor, con Pablo Escobar, del asesinato de Luis Carlos Galán y bajo sospecha de ser determinador del crimen de otro ministro de justicia, Rodrigo Lara Bonilla. He aquí un fragmento de esa pieza maestra, digna de su generación sin nombre:
Íntimo de los grandes de antaño,
cátedra de la próxima historia:
hálito de sutil catarata
plácida en magistral ceremonia.
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Cántico en tu loor no me basta,
tímido es el lenguaje en la oda.
Pálidas se arrinconan las breves
silabas en su entraña fogosa.
Púgiles perilustres enfrenten
próximos tu parábola roja:
¡Cóndores y aguiluchos escriban
prólogo de tu inmensa victoria!
Porque tiene razón este insaciable intrigante en afirmar, en su poema «El hechicero», que la dipsomanía y la corrupción lo ha llevado a ninguna parte:
La vida durante medio siglo fue una calle
de Palermo, en Bogotá, la andina, mi ciudad.,
entre libros y libros y libros propios e impropios
y los espejismos del aguardiente Néctar,
entre el olor a yerbas de las putas de la 13
y la vergüenza tibia de no saber quién era.