Siempre ha preferido la palabra hablada a la silenciosa que yace sobre el papiro. Siempre ha sostenido que la verdadera sabiduría solo puede transmitirse de viva voz, pues las obras escritas «están delante de ti como si fueran personas mas, si las interrogas, callan altivamente». Platón, como siglos después fray Luis en su «Oda a Salinas» –«A cuyo son divino / el alma, que en olvido está sumida, / torna a cobrar el tino / y memoria perdida / de su origen primera esclarecida…»– enseña que saber es recordar, y ante sus discípulos ha llegado a lamentar la aparición de la escritura, ya que los lectores, apoyándose en los libros, descuidan el ejercicio de la memoria. Pero ahora es la palabra escrita la que le empuja a indagar en la verdad; ahora es la tinta sobre el pergamino la que habla y despierta los recuerdos, la que desembarca en Sicilia después de una larga navegación, con el objeto de guiar por el camino de la filosofía a los tiranos de Siracusa y educarlos en formas de gobierno acordes con la razón y la justicia.
Anciano ya, Platón piensa ahora en los años pasados en Siracusa, en el daño que los tiranos hacen a los pueblos, y, mientras amanece en el Pireo, escribe sobre sus desilusiones políticas en Atenas y Sicilia, convencido de que el viajar sin descanso no ayuda a disipar la tristeza ni la ansiedad del espíritu. También él, como Séneca después, pensaba que había de cambiar de alma y no de clima. Escribe con ojos de despedida y la certeza de que al mundo le hace falta que lo transformen y rediman; escribe sin sospechar que la historia que ahora narra con un gusto a ceniza será el primer testimonio de una aventura que otros muchos, con igual o mayor fortuna, vivirán después: la del intelectual comprometido con un modelo de gobierno que luche contra el desorden y la arbitrariedad. Dos milenios antes de que el escritor Zola, en 1898, patentara el compromiso del intelectual europeo contra la parcialidad de los jueces con su memorable Yo acuso, Platón había enseñado el camino de la denuncia de los poderes públicos en su emocionante Apología, anticipando en el resto de su obra el comportamiento aberrante de los grandes tiranos de la historia, desde los emperadores de Tácito a los dictadores bananeros de Vargas Llosa.
Los griegos eran expertos navegantes y audaces exploradores. El mar representaba una especie de autopista para ellos. Navegaban animados por el deseo de riquezas, pero también por el valor de saber y preguntar. Heródoto había escrito que todos los años llegaban barcos griegos a África para interrogar: «¿Quiénes sois? ¿Cómo son vuestras leyes? ¿Cómo es vuestra lengua?». La filosofía nació de esa misma actitud ante el mundo, de ese anhelo de conocer y conocerse que los pensadores helenos encarnaron con un talento sin precedentes. Solo en Grecia la filosofía fue mucho más que un excéntrico oficio profesional; solo un ateniense como Sócrates pudo decir que la vida sin examen no es digna de vivirse; solo a un alumno de Platón como Aristóteles se le pudo ocurrir que «por naturaleza, todos los hombres anhelan el saber».
Platón es el Homero de la filosofía. Si el creador de la Ilíada y de la Odisea fijó los pilares de la literatura y la mitología europeas, el autor de Fedón, El Banquete y La República abrió el camino por el que discurriría el pensamiento metafísico. Antes de él, los filósofos solo se habían interesado en explicar la naturaleza. Fue Platón quien dio a la ética, al amor, al alma y a la organización política de la sociedad un lugar de honor en la conciencia de Occidente. No sin razón se ha dicho que nadie, ni antes ni después, había osado exponer en prosa las cosas más altas que un griego había dicho nunca, y que la vida sería mucho más amarga para el hombre si Platón no hubiera existido, de tal modo que la historia de la filosofía europea solo podría considerarse un conjunto de notas a pie de página de sus meditaciones.
Nacido en Atenas el año 428 a. C. en el seno de una familia noble, Platón creció en un ambiente de desconcierto, marcado por los desastres militares en el exterior y las tensiones sociales que sellaron el derrumbe moral de la ciudad de Pericles. Todas las dudas que pudiera tener sobre su dedicación a la filosofía se le disiparon cuando un tribunal ateniense condenó a muerte a Sócrates, «el político más recto de su tiempo», de suerte que su obra entera sería escrita a la sombra de este injusto y descorazonador proceso. En el cuadro de Rafael La Escuela de Atenas, Platón con el dedo hacia arriba apunta al lugar donde, en su opinión, reside el mundo verdadero, el de las ideas, el que podemos llegar a conocer por medio de la razón y no de los sentidos. «Solo hay un dios y es el conocimiento, y una maldad, que es la ignorancia». Esta búsqueda platónica de la trascendencia enlazó cómodamente con un cristianismo preocupado tanto por los excesos a los que podía llevar la oligarquía como los que ocasionaría una democracia gestionada por demagogos. Y por mucho que hayan corrido los siglos se mantiene vivo el sueño de Platón de un mundo en el que el gobierno lo ejerzan las personas justas y sabias, los políticos a los que él trató de formar en su Academia, eminente centro del saber, dedicado al estudio y la enseñanza, la primera universidad de Europa, en cuyas aulas residirá durante cuatro lustros Aristóteles, el otro gran pensador de la Antigüedad.
Artículo publicado en el semanario católico alfayomega.es
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