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Pinocho eterno

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La película Pinocho fue nominada al Oscar en la categoría de mejor maquillaje.

Pero es un filme más complejo que sus efectos especiales. Lo dirige Mateo Garrone, que es un realizador italiano de la última camada de grandes autores de la nación mediterránea, al encabezar la producción de películas aclamadas en los principales festivales del mundo, como la laureada adaptación de Gomorra y el largometraje Dogman, recientemente estrenado en Venezuela por los buenos oficios de Édgar Rocca y la compañía Veloz.

El creador pertenece a la generación de Paolo Sorrentino y Lucca Guadagnino, quienes han sido considerados los genuinos discípulos de las escuelas de vanguardia de Cineccita, a partir de la posguerra de los años cincuenta.

De suerte que Pinocho combina cuatro espíritus auténticos de la cultura audiovisual del país europeo: la esencia neorrealista de las obras maestras de Vittorio De Sica y Roberto Rossellini, la fantasía barroca de las piezas de Federico Fellini, las tragicomedias sucias de Ettore Scola y el humor negro del último clown, Roberto Begnigni, cuya imagen apadrina a la nueva versión del famoso texto de Carlo Collodi, donde la vida no es tan bella como cruel y despiadada para la existencia de sus miserables personajes, condenados a la pobreza y el desamparo.

El actor, ganador del premio de la academia, interpreta al legendario Giepetto, el carpintero del storytelling clásico, angelizado antes por la mano de Disney, a través del diseño de un anciano bonachón de facciones llenas de gracia y ternura.

Por el contrario, Mateo Garrone ilustra a sus protagonistas con las técnicas de la acción real, añadiéndoles el toque de los programas actuales de procesamiento informático en CGI.

Así vemos algunas máscaras, como los deep fake de Los infiltrados, en el despliegue formal de los secundarios del cuento.

De igual modo, la historia tradicional descansa sobre los pilares de la estética más artesanal y analógica, en una acertada conjunción de formatos.

Por tanto, la industria del viejo continente compite con Hollywood, echando mano no solo de sus conceptos, sino de su maquinaria pesada de alto presupuesto.

Podrá discutirse el resultado, por lo redundante del esquema y lo escasamente original de la apuesta.

Ciertamente, el de Pinocho es un cine de lo arcaico y de la persistencia de los mitos.

No obstante, en tiempos de pandemia y confinamiento, la empresa se antoja favorecida por las musas y justificada por la vigencia de las moralejas planteadas en la fábula.

De Pinocho cabe rescatar su mensaje contra la posverdad de unos niños deformados en la mentira y la deserción escolar, ante la falta de oportunidades.

Por ende, surge el ejército de “los burritos”, de los “gatos” y los “zorros” tramposos, que carecen de futuro y norte, dedicándose a la delincuencia juvenil y el ocio mal canalizado.

En el viaje del antihéroe infantil no falta la intervención fallida del mentor Pepe Grillo, siempre desoído y desatendido por la oveja descarriada.

La hada madrina, el afecto y el amor van humanizando al títere de madera, al chico insensibilizado por la dureza del entorno hostil.

La secuencia del tribunal con el mono sanciona a Pinocho cuando se declara inocente y lo libera al inculparse de múltiples fechorías.

Tamaña injusticia debería exponerse como reflejo de las tramas corruptas del Estado populista y el desgobierno nacional.

Porque, al final del día, el chavismo no es más que un régimen de pinochos.

 

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