“La valentía no es la ausencia de miedo, sino la capacidad de enfrentarlo y superarlo”. Lech Walesa
En medio de una elección presidencial, la reciente propuesta de ley contra el fascismo por parte de la vicepresidenta Delcy Rodríguez marca un nuevo capítulo en la ya tensa relación entre el régimen y la oposición. Este movimiento legislativo, presentado bajo el estandarte de combatir el fascismo, se sitúa en la intersección de la protección de la convivencia pacífica y la potencial erosión de las libertades fundamentales. La acusación de fascismo, utilizada como herramienta para judicializar la política, refleja no solo el miedo a la pérdida de popularidad de régimen sino también la instrumentalización del lenguaje en la arena política.
La amplia definición de fascismo adoptada en esta ley, que abarca desde el racismo hasta el neoliberalismo, pasando por el clasismo y la misoginia, plantea serias preguntas sobre la arbitrariedad en su aplicación. Al agrupar ideologías y posturas variadas bajo una etiqueta tan cargada, se corre el riesgo de diluir la significancia del término y, lo que es más preocupante, de criminalizar un espectro amplio de disenso político y social opositor.
La estructura de la ley, que estipula sanciones severas como la prisión e inhabilitación política, sugiere un potencial uso punitivo contra la oposición y críticos del gobierno. Esta preocupación se ve exacerbada por la creación de una Alta Comisión contra el Fascismo, cuya regulación recae directamente en el presidente de la República. Tal centralización de poder brinda al gobierno una herramienta formidable para ejercer control sobre la narrativa política, amenazando con silenciar voces disidentes que se alzan desde ONG, centros de pensamiento, formaciones políticas, por simplemente ser «fascistas» o «neofascistas».
El contexto en el que surge esta propuesta es igualmente alarmante. Comparaciones hechas por Delcy Rodríguez entre líderes opositores y figuras históricamente repudiadas como Adolfo Hitler no solo son desproporcionadas, sino que también contribuyen a la demonización de la oposición. La referencia a eventos pasados de protesta y resistencia como justificación para esta ley refleja un intento de enmarcar cualquier forma de resistencia civil como una amenaza extremista, que justifica acciones represivas.
Más allá de las implicaciones internas, esta ley se inscribe en un patrón regional preocupante de restricción de espacios democráticos, siguiendo ejemplos como el régimen nicaragüense. La posibilidad de ilegalizar partidos políticos y restringir el ejercicio de cargos públicos no solo erosiona el tejido democrático de Venezuela, sino que también presagia un futuro en el que la lucha política es vista no como un pilar de la democracia, sino como un enemigo a combatir.
Finalmente, la imposición de sanciones a medios de comunicación y la obligación de censurar contenidos catalogados como fascistas representan un asalto directo a la libertad de expresión. Al conceder al Ministerio Público poderes para interrumpir actividades y revocar concesiones, se establece un mecanismo de control estatal sobre el discurso público, asfixiando la pluralidad de voces y opiniones esenciales para una sociedad libre.
En resumen, mientras la lucha contra el fascismo en todas sus formas es un imperativo moral, la propuesta de ley del régimen de Nicolás Maduro parece menos una herramienta para proteger a la sociedad que un instrumento de control político. En su estado actual, amenaza con profundizar las divisiones, coartar la libertad de expresión y debilitar los fundamentos democráticos del país. En lugar de avanzar hacia la convivencia pacífica, Venezuela se encamina hacia un futuro represivo en el que el disenso se convierte en delito y la diversidad de pensamiento en una amenaza. La democracia venezolana, ya frágil, enfrenta un nuevo desafío: la cacería fascista contra la oposición.