Desde que éramos niños y hasta que nos hicimos jóvenes, la casa fue lugar para amigos y amigas. Sitio espléndido en el que nos reuníamos a cantar, a bailar, a estudiar, a conversar, a pasar largas noches componiendo el país de nuestras pasiones y el mundo de nuestras querencias. Allí ensayábamos teatro o música, planificábamos viajes, nuevas giras y echábamos vaina parejo.
Entonces la casa parecía una pajarera, ¡sobre todo cuando había fiesta! Aunque, ahora que me vienen esos recuerdos, sentí pensándolo mejor que todo ese tiempo fue una fiesta. Una fiesta animada además con nuestros cantos, nuestros bailes y, por supuesto, con nuestro amado teatro.
Papá y Mamá Leo siempre disfrutaban de todas esas amistades a quienes acogían como hijas e hijos propios. Mamá preparaba alguna torta, hacía chicha o montaba un postre especial para las visitas. Siempre tenía alguna sorpresa preparada y así les recibía con besos, abrazos, bendiciones y ¡Mira lo que les hice! Esas meriendas, por supuesto, todavía las celebramos cuando nos reunimos con los panas a recordar tiempos pasados. Cada invitada, cada invitado, con su luz propia, era atendido con especial deferencia, con ternura, con mucha ternura.
Creo recordar que hubo dentro de ese nutrido grupo de amigas y amigos, uno flaquito como una i. Eran varios hermanos y todos eran músicos. El talento se les veía de lejos. Pero Juan Francisco llamaba especialmente la atención porque hablaba como cuando tocaba el piano, decía mi madre. Ese muchacho va a llegar lejos, también decía ella.
Era tan dulce su palabra como los postres de Mamá Leo y a todos fascinaba con su verbo que continuaba desgranando desde el lado clásico de su instrumento. Todos le conocíamos como Pico, no porque comiera mucho o hablara demasiado, sino porque, siendo pequeño, a uno de sus hermanos le costaba pronunciar Juan Francisco y lo volvió a bautizar en esa lengua mágica de los niños ¡y Pico se quedó! para los allegados.
Después de que salimos de la escuela pasó mucho tiempo antes de que nos volviera a visitar y, cuando regresó, ya era un joven espigadito y siempre flaco pero con una melena de azabache, unos anteojos infaltables y unos afanes musicales de rock ‘n’ roll. A todos nos sorprendió. Más aún cuando venía a invitarnos a la primera presentación de su nuevo grupo musical al que habían bautizado con el extraño nombre de «Un ojo, un pie». Pero mayor sorpresa todavía fue conocer a su novia. Una princesa, una muchacha blanca, con la cabeza llena de rizos marrones y visos rubios ¡una flor amarilla, pues! ¡Qué catira más bonita! Y cuando los dos se sentaron frente al piano y se pusieron a tocar a cuatro manos, aquello fue extásico. Por supuesto, Mariantonia estaba locamente prendada de aquel Pico de su corazón. Él tocaba para ella. Ella tocaba para él. Hacían amor cuando tocaban juntos el piano.
Alguna vez, Pico acompañó al Grupo Teatral Los Carricitos, de Armando Carías, haciendo con su grupo la música de El Mago de Oz y ya no se apartó nunca más de la Dorothy de sus sueños y de aquel inolvidable camino de ladrillos amarillos.
A los años volvimos a encontrarnos como estudiantes en la Escuela de Artes de la UCV donde el vínculo creció tanto como el amor de él por aquella muchacha flor amarilla que seguía siendo su novia y la mejor compañera de piano del universomundo. Se casaron y la vida les premió con unos hijos hechos de música y un cálido hogar colmado de instrumentos y partituras.
Al graduarnos, cada cual cogió su camino pero, como los caminos de las artes siempre se juntan, nos encontrábamos de vez en cuando para seguir celebrando la vida. Los años pasaron y su novia se convirtió en flamante directora de nuestra querida escuelita ¿y quién la continuó en el cargo? ¡Pico!
Se aficionaron por la historia y por la búsqueda de antiguas partituras de esas que hacen nuestro tejido musical y espiritual.Más nunca abandonó el camino de ladrillos amarillos y siempre supo lo que ocultaba el mago de Oz. Siguió haciendo música, tocando piano, levantando la piel de las partituras carcomidas para descubrir las más añejas sonoridades. Y llegó lejos, como lo había predicho Mamá Leo.
Cuando la tristeza me agarra como hoy, subo hasta la azotea de aquella casa inolvidable para escuchar las músicas que Pico toca en el piano para regar a su novia de queridas melodías antiguas.