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Petro y el momento democrático

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Gustavo Petro

Foto Juan Barreto / AFP

Con la relativamente holgada elección de Gustavo Petro y Francia Márquez Mina como dupla política en la segunda vuelta presidencial colombiana, el comentario general es que se rompen esquemas históricos. La imagen no puede ser más sugerente: tras décadas de insurgencia armada y decidida respuesta estatal, tiene lugar por medios democráticos el ascenso de un movimiento político disidente. Esto incluye no solo a un veterano de esa insurgencia, sino la elección de una figura emergente desde una significativa minoría étnico-cultural, como son los afrocolombianos.

Sin duda, estos aspectos simbólicos son un elemento positivo de la reciente elección colombiana. Así también, la persistencia de la lucha electoral y el reconocimiento expedito y sin incidentes significativos de violencias de una victoria que reta al sistema político, desmintió comprensibles temores hacia un regreso a eras de violencia política que fueron transversales a la institucionalidad de Colombia. Esto parecía imposible hace un par de décadas atrás.

Sin embargo, la impresión de cambio súbito debe ser vista en la trayectoria cambiante del sistema político colombiano. Se sucedió en Colombia una prolongada decadencia del establishment político, y la longeva tradición bipartidista colombiana no se quebró en este último proceso.

Un sistema fragmentado

Desde 1998, con la competencia entre Horacio Serpa y Andrés Pastrana, no ha habido una elección entre los grupos ortodoxos de los partidos tradicionales. Esa misma elección se dió en el contexto de un recrudecimiento de la violencia política, así como el debate sobre la influencia del narcotráfico que mostró el controvertido Proceso 8000.

Las tradicionales candidaturas disidentes liberales o conservadoras, típicas del sistema democrático colombiano desde su restauración en 1958, fueron desplazadas por su más acabada expresión: la amalgama ideológica, regional y carismática en torno a Álvaro Uribe.

El uribismo, y las críticas a este, ha sido el acicate de la política del país en el último cuarto de siglo. Ello en un sistema de partidos crecientemente fragmentado, con preponderancia de maquinarias departamentales de fundamento utilitario, mientras que la capital no ha tenido un alcalde conservador o liberal desde hace casi tres décadas.

Es necesario decir, además, que la propia trayectoria de Petro es la de una heredad histórica peculiar a este largo proceso. Su militancia insurgente en el M-19, originalmente la facción socialista del híbrido nacionalista y antipartidos de la Alianza Nacional Popular (Anapo), fue el primer escalón en la forja de un bloque de izquierdas que quizás se consolide en torno al Pacto Histórico, pero que fue antecedido por múltiples intentos infructuosos.

No es Petro el líder de un movimiento aluvional, sino un avezado político que tiene cuarenta años de política electoral. Ha tenido la responsabilidad práctica de gobernar una metrópolis compleja, por lo que ha debido negociar con factores políticos adversarios, trascendiendo para bien y mal su posición original desde la izquierda histórica.

La cuestión democrática

El pivote político logrado por Petro, tras casi década y media de frustrados intentos, puede asomar las posibilidades de la izquierda democrática. En la historia reciente de América Latina, esta izquierda ha podido gobernar sin tener que decaer en los referentes autoritarios como Cuba, Venezuela y Nicaragua.

Durante la marea rosa de comienzos de siglo, figuras del socialismo democrático como Lula, Mujica y Bachelet, emergentes de un pasado antisistema, llegaron al gobierno de manera propia o en coaliciones sin que hubiese un fin de la alternabilidad con fuerzas ideológicas opuestas, o un desmontaje de los controles políticos sobre los poderes ejecutivos. Puede decirse que las marchas y contramarchas del proceso democrático continental no tuvieron en esos gobiernos una causa determinante. Hoy mismo, el resurgir de coaliciones de izquierda no necesariamente presagia un retroceso democrático, al menos más de lo que lo harían figuras personalistas y anti-establishment de otra ubicación en el espectro ideológico.

Retos al proceso

Sin embargo, las limitaciones del modelo de la izquierda democrática retan al prospecto democrático. En primer lugar, en términos de su eficacia intrínseca. Sin tomar en cuenta los escándalos de corrupción que marcaron algunos de estos esfuerzos, los procesos de transformación redistributiva de la sociedad requieren capacidades estatales y asidero fiscal. Pocas economías de la región podrán sostenerlo en un contexto recesivo global que se diferencia de las décadas pasadas.

En segundo lugar, el déficit de participación y representatividad democrático-liberal de nuestros sistemas políticos puede invitar a una experimentación institucional que derive ya en fórmulas populistas o en fórmulas mayoritarias de pretendida democracia popular sin contrapesos. Y, en tercer lugar, la herencia de las luchas, ideología y simbolismo de la izquierda histórica, combina la justicia de muchas consignas con la tolerancia hacia elementos autoritarios que no son mera nostalgia revolucionaria.

En un ambiente regional crecientemente polarizado y autoritario, la crítica actual sobre la legitimidad de los regímenes autoritarios de izquierda puede pasar rápidamente a una actitud de pragmático acercamiento, para terminar en una tolerante apertura. Parte de la carrera política de Petro fue articulada con alianzas y solidaridades de la izquierda latinoamericana finisecular, y, cabe decirlo, del Foro de São Paulo, del cual sigue siendo parte la Unión Patriótica, el socio menor de la coalición del Pacto Histórico.

La tentación hegemónica es un factor que puede ser crucial en el caso colombiano. De no haber un contrapeso opositor importante se desestimularía el hacer maniobras hacia el centro en un entorno fragmentado. Pero esta es también la situación general de la región. Ejecutivos que pueden sentir límites en el desarrollo de sus agendas de gobierno ante la ofuscación centrífuga de múltiples partidos minoritarios con liderazgos personales, y la tentación de redefinirse a la población como un líder que trascienda la molienda faccional. En pocas palabras, el dilema entre ser el atribulado y principista Boric, o el inescrupuloso y audaz Bukele. Si para esta última alternativa puede haber además una solidaridad automática de un reemergente bloque ideológico que mitigue la mala reputación, tanto peor.

Relaciones con Venezuela

Por último, y pasando de lado problemas sensibles como las relaciones con los Estados Unidos, todo presidente colombiano tiene un reto peculiar a su posición: la agenda de relaciones con Venezuela. Diferendos limítrofes, problemas de seguridad, gran complejidad vital en intercambios humanos y económicos, y una importante presencia de migrantes, agudizada por las diferencias ideológicas entre Caracas y Bogotá, que incluye una comunidad importante y vulnerable de exiliados políticos venezolanos en la hermana república. Gustavo Petro ha mantenido hasta ahora el planteamiento de un necesario acercamiento consular y diplomático, sin bajar el tono de sus críticas a las prácticas más autoritarias de Nicolás Maduro no obstante las viejas relaciones entre la izquierda colombiana y el movimiento bolivariano.

El despliegue del propósito transformador de Gustavo Petro presenta retos considerables. Pese a que el nuevo presidente electo ha mostrado una actitud alentadora, mitigando incluso algunos excesos de su campaña, la dinámica política nacional y regional pueden estimular una tentación radical. Parte de ello responderá a la dinámica con que la sociedad colombiana responda a las oportunidades de mejora que presenta el Pacto Histórico, pero también en el reconocimiento del nuevo liderazgo de la herencia institucional que ha permitido su ascenso al poder. La democracia siempre requerirá moderación.


*Texto publicado originalmente en Diálogo Político

Guillermo Tell Aveledo Coll es Doctor en Ciencias Políticas. Profesor en Estudios Políticos, Universidad Metropolitana, Caracas.

 

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