Después de veintitantos años de intentar fallidamente salir de un régimen despótico, usando casi todas las formas y maneras, es natural que cunda la peste del pesimismo. Que se manifiesta básicamente como el abandono de cualquier intento colectivo de lucha para limitarse a los intereses individuales, y no hace sino multiplicarse a sí mismo monstruosamente. Así se llega a una suerte de parálisis generalizada, la cual es harto frecuente en determinados momentos de casi todas las dictaduras, por ejemplo, como la que hemos vivido en la Venezuela chavista estos últimos años.
Es moneda corriente escuchar un razonamiento extremo y supuestamente inapelable: dado que esta gente tiene el dominio férreo de las armas, de los militares, no va a entregar nunca el poder. Y a la objeción de que el país se está derrumbando cada día un poco más y ya pareciese al borde del averno, la respuesta es que eso les importa un bledo a los que detentan el poder que viven a sus anchas, con los dineros mal habidos. Fíjate en Cuba, más de sesenta años y tan tranquilos. Usted lo ha oído, supongo.
No hace tanto se decía, con expectativas, que teníamos al menos cuatro cartas que jugar y que era cuestión de escoger la más apropiada. Ahora bien, ya nadie cree en invasiones extranjeras, ni nuestros más estridentes mayameros. Ni siquiera circulan los muy vernáculos y casi siempre rebuscados rumores de golpe de otros tiempos, aun plácidos (dice el novio de la vecina de mi prima, coronel, que en Maracaibo hay ruido de sables…). La marcha popular sin retorno sobre Miraflores nunca la creyeron sino los muy crédulos. Y las elecciones, como era de esperarse, no hicieron sino encharcarse cada vez más: si no se podía con la fuerza mucho menos con modales civilizados. Y ya, a convertirse en “emprendedor” o en buhonero o migrante, si no se ha acumulado al menos lo suficiente, cuando se podía. La política es basura.
Por supuesto, hay mucho de verdad en esta constatación, desgraciadamente. Pero, sin duda, convertir este temple histórico en una certeza es una muy dañina y falsa convicción. Baste para rebatirla recordar que son pocos los tiranos que murieron en su cama y muchos los que tuvieron que correr para salvar el pescuezo. Y que hasta el imperio soviético que paseó por el espacio exterior y tenía misiles nucleares y buena parte del planeta sometido cayó cuando nadie lo esperaba, ni siquiera lo presentía. De manera que la conclusión, en caso de que las premisas sean ciertas, no es en absoluto necesaria. Y hay un espacio para las buenas nuevas, siempre lo hay. Es necesario que ese lema no nos deje de acompañar para hacer una política verosímil y constructiva, aun en los escenarios más adversos.
Todo esto tiene que ver con los recientes movimientos de la oposición, tanto tiempo inmovilizada, tendientes a un diálogo con el gobierno y aupado por una contundente representación de la comunidad internacional, supuestamente con un rol más activo y exigente que en situaciones similares precedentes. Suponer que este está condenado al fracaso porque fracasaron eventos similares anteriores es otro sofisma pueril. Tanto como pensar que un par de derrotas invalidan los siguientes juegos que un equipo deportivo debe jugar. O, para usar nuestro razonamiento inicial darlo por perdido porque Maduro y sus sicarios no pueden ser abatidos en juego alguno.
Encuentro que esa presión fuerte del exterior, que la unidad recientemente lograda entre los dos sectores mayores de la oposición, alguna actitud más o menos concesiva del gobierno (CNE, por ejemplo) más allá de las fanfarronas condiciones de Maduro, la cada vez más deteriorada y amenazante pandemia sin vacunas y sin planes -el último de los inmensos males criminales que nos azotan-, la flexibilización de algunos axiomas opositores, crean una situación donde cabe esperar resultados. Por lo menos no caer desde el inicio en el pesimismo de los desesperanzados, los cansados, los ávidos. Que no son exactamente modelos de racionalidad cívica y política.
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