OPINIÓN

Perú, la corrupción y el abismo

por Carlos Alberto Montaner Carlos Alberto Montaner

Parecía que Perú se había salvado y marchaba con paso firme hacia el desarrollo. Era lo que auguraban los pronósticos del Banco Mundial. La vecindad con Chile era su secreto. Los peruanos habían visto cómo el mercado, la libertad económica, la masa de ahorros que producía el sistema de cuentas individuales de jubilación, y la seriedad en el manejo de las finanzas y la moneda, en pocas décadas habían puesto a Chile a la cabeza de América Latina y en el umbral del Primer Mundo. Todo lo que había que hacer era persistir en seguir de cerca el modelo chileno.

No se pudo. No fue así. ¿Qué ocurrió? Tal vez falló, en general, la clase política. Varios de los presidentes están tras las rejas, padecen arresto domiciliario, esperan la extradición o se han suicidado para evitar la ignominia. Los peruanos tienen muy mala opinión de sus dirigentes. Mientras en Lima se daba el espectáculo de la disolución del Congreso, en Curitiba, Brasil, el señor Jorge Barata, hombre fuerte de Odebrecht en Perú, revelaba los nombres de varias docenas de políticos peruanos corruptos, a la derecha y la izquierda del espectro ideológico, que habían recibido dinero a cambio de favores de la constructora brasileña.

¿Son muy diferentes las sociedades de Chile y Perú en lo tocante a la honradez del sector público? Tal vez. De acuerdo con Transparencia Internacional, en una puntuación donde 100 significa que no se percibe nada de corrupción, y 0, en donde sucede todo lo contrario y el país está podrido hasta los cimientos, Chile anda por los 70 puntos, mientras Perú solo alcanza la mitad: 35. Es lo mismo que sucede con relación a Uruguay (70) y Argentina (40), o con Costa Rica (56) y Nicaragua (25), países limítrofes que, incluso, tienen una historia común o muy próxima.

Chile, Uruguay y Costa Rica, por cierto, son los únicos países latinoamericanos que pasan de 50, punto neurálgico en que se considera intolerable la corrupción. Venezuela, que es el peor, anda por 18, seguida de cerca por Haití, con apenas 20, y la Nicaragua de Ortega, que asesinó a casi 400 personas en menos de un año, solo llega a 25.

No es sorprendente que Chile, Uruguay y Costa Rica sean las sociedades más predecibles y tranquilas de América Latina, mientras Venezuela, Haití y Nicaragua, los tres países percibidos como más corruptos, se muevan por la otra punta del esquema. Existe una obvia relación entre honradez y estabilidad, como también existe entre latrocinio y caos institucional.

Esa coherencia tiene que ver con la institucionalidad republicana. La República es una construcción artificial basada en la premisa de que todos los seres humanos tienen los mismos derechos y son iguales ante la ley. A partir de esa creencia se montan las instituciones con el objeto de que no existan privilegios de ninguna clase. Por supuesto, que hay “buscadores de rentas”, y hasta se permite la existencia de lobbies dedicados a esos menesteres (a mi juicio innobles), pero el peor pecado es aumentar el precio de los bienes y servicios para beneficio de los políticos y funcionarios que reciben las coimas.

¿Por qué es el peor pecado? Al menos, por tres razones. Primero, porque enseña que la riqueza no se logra en el trabajo intenso y en la innovación, sino en tener las amistades adecuadas. ¿Para qué estudiar y quemarse las pestañas si basta un amiguete poderoso? Segundo, porque pudre rápidamente los fundamentos morales de la sociedad. Del robo de los presupuestos es muy fácil pasar a la complicidad con los narcotraficantes y las mafias de todo tipo de delito. Y tercero, porque genera un gran cinismo y una actitud de rechazo al conjunto de las instituciones de la República. El “que se vayan todos” escuchado en Argentina es la vuelta a la búsqueda de un dictador que nos salve de nuestra propia incapacidad.

Los peruanos en abril de 1992 aplaudieron el autogolpe de Alberto Fujimori. 82% lo apoyó. Con el tiempo, el hombre fuerte se fue corrompiendo con la ayuda de Vladimiro Montesinos, y hoy ambos están en la cárcel. No sé cómo no lo entienden: solo nos salva el cumplimiento de la ley y el respeto a las instituciones de la República. Fuera de eso está el abismo.