Hace tiempo, cuando teníamos en las opciones televisivas un canal que ofrecía películas clásicas, vi Romero, filme biográfico, que narra la vida de monseñor Óscar Arnulfo Romero, arzobispo salvadoreño, asesinado el 24 de marzo de 1980, mientras oficiaba la Santa Misa en la Capilla del Hospital de la Divina Providencia, San Salvador, El Salvador.
En una escena terrible, donde muestran a uno de los sacerdotes encarcelados y torturados hasta la muerte, el padre Alfonzo Osuna, SJ., se le oye gritar «Soy un ser humano», y lo dice repetidamente. «I am a human being».
¿Por qué ese grito, esa proclamación de su humanidad? Ante la violencia a la que está siendo sometido, aspira a hacer patente que hay límites que no pueden ser sobrepasados en el trato a un ser humano. Es poner sobre el tapete algo que se deja permanentemente de lado cuando se cometen actos tan bochornosos como el de las escenas de la película referida. Actos absolutamente antiéticos.
Al hablar sobre Ética, se tiende a buscar la etimología de la palabra y de ahí derivar alguna reflexión. Pero, sin desmerecer esos análisis, vuelvo sobre algo que escribí hace poco. Es entender que la Ética discurre sobre la mensura obligada en la avenencia de los seres humanos; dirige su interés a señalar con firmeza cuáles son esos linderos que jamás pueden ser traspasados, so pena de hacer invivible la convivencia humana.
Aun cuando no siempre esos bordes fronterizos han sido los mismos, el rasgo que ha permanecido invariable e integrante de la Ética es la certeza que se tiene sobre la necesidad de que tales límites deben expresarse de alguna manera en un precepto moderador del comportamiento entre los seres humanos.
Es evidente, entonces, que al hablar de Ética estamos entendiendo dos elementos fundamentales, uno, que su eje es la persona y, segundo, que ésta no puede ser «cosificada».
En brevísimas palabras, el ser humano posee dignidad y ello implica que no es intercambiable como un objeto. Es un fin en sí mismo, nunca un medio.
Para circunscribirme a la definición clásica, la dignidad se refiere a la «cualidad propia de la condición humana de la que emanan los derechos fundamentales, junto al libre desarrollo de la personalidad, que precisamente por ese fundamento son inviolables e inalienables».
De esa noción de la persona y enfatizando que no es un medio, sino un fin en sí mismo, – ¡cómo les cuesta a muchos entender esto!- se infiere que la persona consigue su propia humanización al conocerse en profundidad.
Al lograr ese autoconocimiento, comprende al otro, se humaniza con ese otro y jamás lo podría hacer de forma aislada. Por ello, la dupla persona-Ética siempre está presente en la realidad humana. Aun en el caso del no creyente, se puede resumir en el mandamiento: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
El concepto de «dignidad» es una noción ciertamente problemática, en tanto es polisémica. Con tan solo hacer un breve recorrido por las páginas de un diccionario de filosofía, es manifiesta la condición múltiple de la locución «dignidad humana». ¡Y lo más grave es que a ella se refieren estudiosos de corrientes totalmente disímiles! Por ello, es indispensable que se tenga clara, muy clara, la complejidad de la concepción de «dignidad humana» y no malinterpretar las reflexiones hechas en torno a ella. Obviamente, al hablar en este escrito de dignidad me estoy refiriendo exclusivamente a la «dignidad ontológica»; no estoy empleando el término en su significado de «dignidad adquirida», cuyo sentido es semejante al de «honor».
Debo advertir, además, que resulta conveniente distinguir entre dos perspectivas; la explicación teórica y el respeto práctico a la «dignidad humana». Aún más, tener en cuenta que al usar la locución tenemos una cierta ambivalencia terminológica, puesto que en un sentido nos referimos a una cualidad intrínsecamente unida al ser humano, como ya señalamos supra, y el sentido que se relaciona con el actuar; es decir, que el ser humano se hace digno en tanto obra correctamente. Esa ambivalencia es una relación biunívoca con el significado de «Ética», que se refiere a la reflexión, pero también al actuar.
Por todo lo dicho hasta aquí, que termina siendo muy incompleto por la envergadura del tema, afirmo, como muchos otros analistas, que la Ética no puede desligarse de la vida humana. Como seres llenos de vida, la reflexión acerca de nuestras acciones es indispensable. No podemos eludir el discernimiento, no debemos. Se vuelve vital, indispensable considerar que nuestras actitudes y decisiones pueden afectar las vidas de muchos seres humanos, más de los que nosotros mismos a veces consideramos.
@yorisvillasana