De las plagas padecidas en esta desgraciada tierra de gracia, la más terrible ha sido, de lejos, la peste escarlata —no confundir con escarlatina—. Ni las refriegas caudillistas, ni la guerra federal, ni las enfermedades —paludismo, viruela, anquilostomiasis, tuberculosis, hepatitis, fiebre amarilla, dengue, mal de chagas y un mortífero etcétera— fueron tan sañudas y devastadoras como la revolución bolivariana. Esta es una verdad incontestable y, a pesar de ello, cuando amanece un nuevo día, el mono con hojilla todavía sigue allí, tal el dinosaurio de la espléndida miniatura narrativa de Augusto Monterroso. Y, para desventura nuestra, se presentó el coronavirus cuando el gorilato más necesitaba una tabla de salvación. La pandemia, se ha dicho apelando al lugar común y a la frase hecha, le vino como anillo al dedo o dedillo al ano al autoritarismo en general y a la írrita mandonería maduro fascista en especial, cuyo modo de dominación social ha adquirido un abominable cariz, producto de la mentira y la represión: estados de sitio en entidades sometidas a la tutela de preservativos, perdón, protectores, impuestos sin respeto alguno a la voluntad del elector; cifras inconsistentes respecto al fatal crescendo de la curva epidémica, y la inocultable dificultad de aplanarla en el corto plazo; y, claro, la descalificación ad hominem de respetables académicos y las arbitrarias detenciones de médicos, y periodistas orientadas a silenciar diagnósticos contrarios al infundado optimismo propagandístico de los hermanos siniestros ficcionados por Ibéyise Pacheco.
No por común está fuera de lugar la frase hecha. El aparente sin sentido de la cuarentena intermitente —me gustó la expresión utilizada en un editorial de este diario (Y ahora enciérrate, 10/06/2020)— hace pensar en un tratamiento de shock conducente a la idiotización de la ciudadanía, privándola de todo interés en noticias no vinculadas a sus necesidades más apremiantes —¡papa y gasolina, papá!— . «El régimen se ha vuelto más autocrático con la crisis del coronavirus», sostiene Benigno Alarcón, director del Centro de Estudios y de Gobierno de la Universidad Católica Andrés Bello, quien, de paso, aboga por una reformulación de la narrativa de la oposición; en el mismo orden de ideas, Rafael Uzcátegui, director de Provea, ONG en la deletérea mira del dictamaduro, sostiene: «La oposición se apega a normas morales frente a un enemigo que las desconoce, y ha cerrado todas las vías a una resolución pacífica de conflictos. El estado de alarma de la pandemia se usa para sofisticar el control político […] temo que la cuarentena seguirá, incluso cuando la pandemia se acabe». No le falta razón a ninguno de los dos: mientras el país permanezca entre paréntesis, la usurpación seguirá ganando tiempo y terreno en su pertinaz retroceso a la barbarie, de espaldas a la modernidad y al proceso civilizatorio llevado a cabo, con los inevitables altibajos del ensayo y el error, durante la república civil denostada con la ordinal cuarta en el deplorable discurso del charlatán de Sabaneta. Estamos de vuelta al ruinoso país anclado en la corrupción material y espiritual retratado con realismo un tanto sociologista en las novelas de Rómulo Gallegos y, según Orlando Araujo, «angustia ante la impotencia y resignación de los ofendidos y humillados por el ejercicio impune de la fuerza bruta».
No pretenden estas líneas establecer paralelismos traídos de los cabellos entre personajes y situaciones descritos en la obra galleguiana y el nefando presente revolucionario —aunque el bellaco cebolla, el zarcillo mesmo y los integrantes del Estado Mayor gorila pudiesen ser sosías, reencarnaciones o avatares de Ño Pernalete, quintaescencia del atraso y la discrecionalidad—, ni tratan de profundizar en la antinomia civilización-barbarie, tema recurrente de la literatura latinoamericana desde la emancipación hasta el sol de hoy; intentan, sí, poner en evidencia la salvaje e incivil conducta de los camisas rojas organizados en bandas, brigadas, colectivos y otras modalidades de asociación para delinquir —denominador común de las sentencias evacuadas contra la disidencia—, o la reacción debida a la desesperación de los estamentos menos cultivados y más necesitados de la colectividad. Dos eventos ignorados por el monopolio infodémico del gobierno de hecho y uno magnificado y aplaudido por este y VTV ilustran nuestro propósito. El primero aconteció en Cumaná —casualmente, hoy domingo 14 de junio, día de San Eliseo Profeta, se cumplen 4 años del Cumanazo, violento estallido social con saldo de 1 muerto, más de 200 detenidos y un número indeterminado de heridos, lesionados y contusos, al cual se adhirieron funcionarios policiales —y puso en boca de opinadores, críticos y dolientes el vocablo bibliocausto; el segundo, acaeció en Caracas y se relaciona con la hípica y el atroz destino de un pura sangre de carreras; el último, atañe al aprovechamiento del estado de alarma para aceitar los engranajes del próximo fraude electoral con la facilitación de los rábulas de la tribu sumisa y jodedora (tsj) y la complicidad de la mesita cuánto-hay-pa’eso.
«Solo mentes perversas pueden participar en el incendio de una biblioteca», declaró a un reportero de El Nacional Milena Bravo, rectora de la Universidad de Oriente, en alusión a la quema intencional del acervo bibliográfico de esa casa de estudios fundada en 1958 y uno de los blancos predilectos de la ofensiva patrio bolivariana contra la cultura y la inteligencia. Cuando se habla de libros y documentos en llamas, piensa uno en la «hoguera de las vanidades», atizada un Martes de Carnaval por el monje y heresiarca Girolamo Savonarola, donde, entre pinturas y manuscritos juzgados licenciosos, fueron reducidos a cenizas textos de Bocaccio y lienzos de Botticelli. O en la destrucción de los códices mayas (Yucatán, 1562) dispuesta por el misionero Pedro de Landa, precursor de la bibliopiromanía en el Nuevo Mundo. Ha habido muchos otros bibliocidios, nos limitaremos a mencionar el de la Alemania nazi consumado en 1933 como parte del combate contra «el espíritu antigermano», y el de la dictadura pinochetista (1973) que achicharró biografías de pintores cubistas creyéndoles cubanos. El ataque a la UDO no es un caso aislado. Desde el inicio la cuarentena y hasta finales de mayo se han computado 72 agresiones a las instalaciones y patrimonio de las universidades democráticas y autónomas. La ignorancia y el odio son una combinación explosiva.
«Roban, descuartizan y se comen a un caballo purasangre octacampeón» fue el principal titular de la sección Turf del diario deportivo español Marca. La noticia ha debido parecer insólita a quien vive lejos de aquí, mas en el cotarro es pan nuestro de cada día, y hasta chistes de mal gusto se harán a costa de Ocean Bay, toda una estrella de la pista de La Rinconada, y del segundo apellido del preparador Ramón García Mosquer —al parecer, le birlaron una vocal, seguramente una «a», porque, vamos, con una «o» cruzamos el umbral de la escatología—, quien al enterarse del emparrillado final de su pupilo solo atinó a preguntar: «¿Dónde quedó la humanidad en Venezuela?». ¿Otra salvajada? Sí, pero con hambre no hay misericordia posible. Eso pensarían, espoleados por la culpa, los equinófagos mientras le metían el diente a un bistec a caballo.
La dicotomía progreso-atraso —avivada en 2009 cuando Chávez ordenó retirar un busto del autor de Doña Bárbara colocado en los jardines exteriores del Palacio de Miraflores y sustituirlo con un bronce vindicatorio del compai Cipriano Castro —retorna al tapete de las reflexiones, porque mientras se ponderan los pros y los contras de un presunto acuerdo entre el interino Juan Guaidó y el ilegítimo nicolás maduro (omisión de mayúsculas adrede) para combatir la covid-19, apareció en escena un infeliz Mujiquita encargado de «prestarle intelectualidad a todas las apetencias del jefe», y le allanó el camino a la dictadura a fin de conformar un espurio consejo nacional electoral a la medida de su vocación de perpetuidad. A este sujeto, émulo de Esca(spa)rrá, cabe el perfil dibujado por Gallegos y puesto en boca de un bonguero a objeto de caracterizar a Melquíades Gamarra, «el brujeador»: Piense usted lo peor que pueda pensar de un prójimo y agréguele todavía una miajita más, sin miedo de que se le pase la mano. Pudiéramos cortar en este punto la retahíla de infortunios concomitantes a una barbarie negada a sucumbir frente al teóricamente avasallante e indetenible progreso. Y lo haremos, no sin antes advertir que el confinamiento represivo se prolongará más de lo previsto y aún más de lo deseado. Por aquí no pasará haciendo ¡pu, pu! el ferrocarril de Santos Luzardo.
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