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Permítame, lector, este breve arrebato de nostalgia

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Imposible no haber experimentado simpatía con el inicio de la Revolución cubana. En su momento, a comienzos de la década de los sesenta, prometía cambios que resonaban mucho en las orejas de un latinoamericano recientemente veinteañero como yo.

Con ciertas dudas, lo confieso, pero infinitamente menores que mi curiosidad, no me acuerdo en cuál mes y año (hace un poco más de medio siglo y el tiempo pasa volando), decidí viajar a La Habana, integrando un pequeño grupo de ucevistas, un poco mayores que yo, que deseábamos ver cuál era la situación en los predios caribeños y revolucionarios, de los que se comentaba tanto.

“Se fue de turista a Cuba”, decían mis papás con cierta extrañeza y con mucha curiosidad y simpatía, estas últimas motivadas por la frecuencia con la que yo predicaba mi sermón “progresista”.

El socialismo “fake

Pero a los pocos días de encontrarnos en La Habana, y a diferencia de lo que percibían algunos de mis amigos, el escenario dejó de ser lo que varios suponíamos antes de tomar el avión que nos llevó hasta la isla. A los pocos días constaté, prefiero hablar en términos personales, la existencia de una suerte de guion político que me fue convirtiendo la revolución en un régimen autoritario, envuelto en una religión secular, conducido por un líder omnisapiente, absoluto y con aspiraciones de ejercer el mando por siempre jamás.

Caminando por las calles, mirando cuanto podía, el país se me fue volviendo en un culto a Fidel, un partido único, barnizado ideológicamente por concepciones ideológicas atadas a dogmas inapelables; en elecciones de mentira, que no llegaban a calzar ni siquiera los puntos de un simulacro; en el control de sus habitantes a través de la censura de los medios y la vigilancia, casi hasta de la vida privada,  de los ciudadanos.

Oyendo cuanto podía mientras deambulaba por las calles, la sociedad caribeña se me fue mostrando en el paredón de fusilamiento como procedimiento idóneo para castigar a disidentes; en la dosificación de las libertades a cambio de beneficios sociales; en la lucha contra el imperialismo, siempre que no fueran el de Rusia y sus aliados; en la peligrosa arbitrariedad del “Hombre Nuevo”, diseñado mediante un compendio de instrucciones que ajustaban al ciudadano  patriótico, conforme al molde político y social que se pretendía ir edificando.

En suma, la revolución se me convirtió en un camuflaje de la realidad (faltaba mucho tiempo para que apareciera la palabra “fake”), transfigurándose en un proceso que se envileció, dándole la espalda a tanta gente que tuvo que guardarse las esperanzas que había logrado despertar.

De vuelta a Caracas, más sedimentadas estas opiniones y sobre todo aderezadas por conversaciones y lecturas originadas en disímiles y hasta opuestas fuentes, me confirmaron que esta primera impresión no estaba muy desencaminada.

Pekón

Hace pocos días, el 31 de octubre, habría cumplido 91 años. La relación con la política la mantuvo hasta que murió. De acuerdo con ciertos médicos que atendieron a su madre en el momento del parto, su ADN comprobó que quien  había nacido era, sin duda, un bebé político.

Buen orador, buen organizador, carismático, imaginativo, siempre fue fiel a sus convicciones. Sólo una extraña razón, a lo mejor bioquímica, por señalar alguna, aunque parezca más bien un disparate, no le permitió nunca, con semejante empaque, ser un candidato ganador en casi ninguna competencia electoral.

Me refiero con estas líneas a Teodoro Petkoff, quien fue asimismo un importante intelectual. Sus ideas volcadas en varios libros, ensayos y artículos resultan, aun en estos tiempos, indispensables para analizar la izquierda, sus crisis y posibilidades después del barranco del llamado “socialismo real”, los desatinos latinoamericanos cuando se alinearon como naciones “progresistas”, en fin. Y básicas también  para mirar a nuestro país, el que venimos siendo desde hace casi tres décadas, en medio de sus aprietos, sus idas y venidas, su empeño en llevar adelante una “revolución” (las comillas son imprescindibles) que respondiera a los cánones del socialismo del siglo XXI, sin que los venezolanos de a pie terminemos sabiendo más o menos en qué consiste el asunto, más allá  del ejercicio absoluto del poder y de la constante arenga patriótica empleada para esquivar la realidad, convenciéndonos de que vamos bien por donde vamos (“a pesar de las sanciones”) y que no habrá enemigo imperial que “nos” derrote.

Atosigado por las circunstancias que marcan la política nacional, por estos días me di a la faena de ojear tres de sus libros –Checoslovaquia como problema, Proceso a la izquierda o de la falsa conducta revolucionaria y El chavismo al banquillo, pasado, presente y futuro de un proyecto político-. Ciertamente se puede estar de acuerdo o en desacuerdo con las concepciones de Pekón, como le decían a Teodoro, cuyo apellido búlgaro no se llevaba amablemente con la pronunciación criolla,

Por mi parte, a través de cada uno de ellos constaté que estos libros continúan siendo muy útiles para desentrañar nuestro actual crucigrama político, tomando en cuenta, evidentemente, el panorama que nos abren las actuales transformaciones que determinan la nueva ruta que recorre nuestro planeta.

A partir de las páginas que escribió, no creo equivocarme si supongo que en estos momentos Teodoro habría subrayado la necesidad de recurrir a otros esquemas para examinar y lidiar con la gravedad del cambio climático, la globalización y la nueva geopolítica mundial, la revolución tecnológica, aspectos que, entre otros, muestran dificultades y conflictos muy gruesos que deben ser examinados desde otros planos y puntos de vista, más allá, no creo que haya necesidad de decirlo, del maniqueísmo fundamentado en visiones contrarias, aún tildadas, como de izquierda y de derecha, algo que ni Marx suscribiría en esta época que ha puesto en trance nuestro modo de vida, signado, si se me permite resumirlo, en el cuestionamiento de los vínculos que los terrícolas establecemos entre sí y con la naturaleza.

Dicho esto, uno siente que Teodoro falleció de manera prematura, cuando apenas contaba con 86 años y que su figura aún hace falta por estos parajes.

Teodoro fue Tiburón

Pongo final a este arrebato de nostalgia recordando que Teodoro fue seguidor de los Tiburones de La Guaira, hecho que no debe sorprender a nadie. En efecto, conociéndolo aun por encimita, resultaba casi absurdo imaginarlo apoyando a cualquiera de los otros equipos de la liga de beisbol. Fue coherente, así pues, hasta en sus convicciones deportivas, siendo parte emblemática de una feligresía, la guaireña, que alienta a su equipo mediante un acto de fe, cultivado desde su fidelidad.

Algo como esto era lo que hacía en la política, ¿o no?

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